«Lección o enseñanza que se deduce de un cuento, fábula, ejemplo, anécdota.» Así lo define el DRAE en una definición bastante neutra. Otras acepciones que, sin embargo, se encuentran en el imaginario colectivo y en la raíz de la palabra tendrían más que ver con: «Mensaje explícito, moral establecida, enseñanza cargada de y por la moral...».

Así pues, atendiendo al valor etimológico de la palabra y al conocimiento popular, entendemos, en consecuencia, que la moraleja tiene que ver con la moral, y la moral con lo establecido, lo aceptado, lo invariable, con el carácter de las personas, con la bondad y la malicia (esto último lo dice el diccionario del lEC). Un cuento con moraleja es un cuento que enseña aquello que se tiene que saber, un saber no tangible, un conocimiento superior necesario para hacer de este mundo un lugar más habitable.

Ahora bién, parece que todo ha de servir para enseñar y, si hablamos de los cuentos, más, y si los cuentos son dirigidos a niños y los cuenta un adulto se considera que estamos perdiendo el tiempo si no hay algún mensaje suficientemente explícito que enseñe alguno de los valores de la vida. Es habitual que, cuando se contrata una sesión de cuentos, se pida que incluyan un aprendizaje, e incluso se piden tematizados: cuentos de valores, cuentos por el medio ambiente... (una vez me pidieron cuentos por la salud bucodental, ¡y ahí me planté!).

Pero ¿por qué a los que contamos nos sale una especie de urticaria cuando oímos la palabra «moraleja»? ¿Será porque la asociamos a la moral establecida? ¿Será porque nos recuerda a esos cuentos en forma de panfletos que tan lejos están de la literatura? ¿Será por miedo a meternos en un barrizal? Seguramente por un poco de cada cosa y alguna más.

Las palabras, y sobre todo los cuentos, vienen cargados de muchas cosas y, por lo que aquí atañe, también de moral y de aprendizajes, desde los más prácticos a los más filosóficos. Cualquier acontecimiento sorprendente encierra de manera inevitable una moraleja y no hay cuento sin acontecimiento. Eso sí, si al cuento se le ve la intención, y esta es claramente adoctrinante, pierde valor como cuento; se ha hecho una instrumentalización de la literatura y del narrador, si decide contarlo.

Por otro lado, no nos podemos apartar de lo que somos, de lo que pensamos cuando contamos. Todas las decisiones que tomamos a la hora de contar, y sobre todo la elección del cuento, está cargada de «nosotros», y nosotros somos seres con moral, cada uno la suya. Incluso tener una moral transgresora ya es tener moral. Ser conscientes que decimos incluso cuando callamos, nos hace más responsables y de nuestra responsabilidad delante del auditorio no podemos huir.

Pero por suerte, y en palabras de Gustavo Martín Garzo: «Aun siendo la moraleja del cuento que debemos ser previsores, el cerdito que prefieren los niños es el que levanta su casa con paja». No depende, pues, en exclusiva del que narra lo que el escuchante aprende.

 

Almudena Francés Mora