Si miro para atrás podría decir sin mentir que, a través de la música, llevo formando parte de los cuentos desde hace casi veinte años. Aún recuerdo la primera actuación que hice junto a Sandra Cerezo en un local de mala muerte haciendo un espectáculo que se llamaba “Música de duendes”.

En aquel momento mi manera de acercarme a los cuentos desde la música era pura intuición. No había criterio, ni razón, solo un cúmulo de decisiones azarosas que llegaban desde la intuición para intentar resaltar la historia. Por aquel entonces yo no componía, pero aun así me molestaba bastante que se me hablara de la música como algo que iba a estar de fondo, como si lo que yo fuera a tocar fuera una música de ascensor a la que ya ni se la escucha. Viniendo del mundo clásico (signifique lo que signifique eso) me perturbaba la idea de pensar que la música que cogía prestada a Beethoven, Chopin, Mozart, etc., iba a usarse para que estuviera únicamente de fondo.

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Por ese motivo, con toda la osadía y sin más argumento que el gusto intuitivo, me aventuraba a marcar el ritmo de partes de la historia para que se estableciera una sincronía entre la música y el cuento que se estaba narrando. Pensaba que las palabras que se decían podían ser la propia música, y aunque yo no hablara, de alguna manera sí lo hacía. Por eso era importante que la música fuera elegida meticulosamente, para que en cada parte lograra aportar un significado paralelo a la historia. Además, era fundamental que quien narraba el cuento percibiera los significados de la música para poderse adaptarse a ella y retroalimentarse mutuamente.

Allá a comienzos del 2004 yo era un joven recién salido de la carrera de magisterio con algo de experiencia escénica (amateur) y con pocas ganas de encerrarme a estudiar una oposición. En ese contexto de apremio por encontrar qué hacer con mi vida se me abrió la posibilidad de un curso para aprender a contar cuentos en una editorial gallega. No era algo que yo estuviera buscando, pero como tampoco tenía otra cosa que hacer decidí aprovechar la oportunidad. A los tres meses estaba contando cuentos de esa editorial por los colegios de toda Galicia. Acababa de prender en mí la necesidad de contar. 

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Por hacer uso de los conocimientos adquiridos en la carrera (de algo me tenían que servir) y aplicando la Teoría de Etapas del Aprendizaje de Maslow, transitaba en ese momento por mi etapa de INCOMPETENCIA INCONSCIENTE. Me ceñía a lo aprendido en ese curso y contaba los cuentos que me habían enseñado pensando que ya tenía dominada esta profesión (spoiler: uno nunca tiene dominada esta profesión). 

Contar cuentos es una interpretación personal de las historias, y la propia experiencia te lleva a encontrar tu forma de contar. Dicho así parece muy fácil, en cambio, es un continuo caminar.

Aunque estudié Psicología, fue la música la que me llevó por otros derroteros. Terminé el grado elemental de piano, y no se me daba muy bien tocar, una pena para mí cuando me di cuenta. Pero, aun así, me gustaba mucho, y con gran entusiasmo me acerqué a la expresión musical, esto se me daba mejor, así es que comencé a dar clase. Me encantaba motivar a los más pequeños a través de la música y comencé a trabajar como monitora de música y movimiento en la Casa de la Cultura de Alcalá de Guadaira, el pueblo de Sevilla donde vivía en aquel momento. Diez años estuve allí, y me fui formando a través de cursos de pedagogía musical activa, juegos musicales de despertar auditivo, método Kodaly y método de Orff. Me gustaba convertir cuentos en canciones para la biblioteca y hacía mis pinitos cantando. Todo iba muy bien. Ya casi pensaba que estaría allí toda la vida, en cambio, comencé a aburrirme de hacer siempre lo mismo. Tendría unos 24 años cuando  empecé a desarrollar mi faceta teatral y a trabajar en musicales y en distintas compañías de teatro y títeres, pero, al tiempo, también me cansé de hacer proyectos de otros y decir palabras que no sentía mías. Por eso me aventuré a crear mi propia compañía. Aunque era yo sola, prefería trabajar con otro nombre, no me sentía cómoda con el mío y me inventé a Triglú Teatro, donde empecé a hacer espectáculos unipersonales de cuentos teatralizados. Mi hijo Adrián Cardeñoso, por esa época estaba terminando su carrera de piano y comenzamos a trabajar juntos en algunos espectáculos. El primero se llamaba “Música de duendes”. Trabajamos mucho con él. Y luego vinieron otros. Nunca me planteé tocar y contar a la vez porque siempre me ha gustado que la música tenga un lugar importante y centrarme por completo en la interpretación de la historia.

Durante el mes de febrero, desde el grupo de trabajo (GT) "Informe Carter" de AEDA, se ha organizado una formación en línea que ha constado de cuatro sesiones con el nombre de “Narración oral y perspectiva de género”.

Ha sido una experiencia muy enriquecedora a nivel intelectual y emocional. Desde el GT no podemos más que dar las gracias por la buena acogida que han tenido estas sesiones tanto dentro como fuera de la asociación. 

Hemos creado un espacio de encuentro y reflexión que nos ha permitido formularnos preguntas y también encontrar estrategias para sortear los caminos que la costumbre, que no la lengua, nos vuelve difíciles. 

El pasado mes de julio en Morella los amigos de AEDA me invitaron a reflexionar sobre la manera en la que me acerco al contar, sobre mi relación con el pasado y cómo este condiciona el proceso creativo, sobre el peso de la comunidad en lo que cuento. Si así planteado, en aquel momento, me pareció arrogante el pensar en mí, ahora que el compañero Estibi me encarga ponerlo negro sobre blanco me parece aún más arrogante.

Tres décadas en el oficio debieran haber dado más para pensar en lo que se ha hecho, y es un ejercicio al que no me gusta someterme, quizá porque como escuchador de viejas he creído siempre que no tenía más voz que la de otros, que la de las docenas de pastoras, carreteros, hilanderas, bordadoras, cesteras, herreros, molineras y contrabandistas que me dieron forma. Vamos a procurar que por un rato todas las voces mañaneras de la gallarada se me vayan juntando en un pensamiento, y si es que sirve para algo, lo entienda el lector como lo que es, la manera en la que Donguti va por ahí contando cuentos y en modo ninguno un intento de catequesis.

Contar, si me preguntaras ahora qué es contar te llevaría de la mano a casa de Anita, en Nuez de Aliste, una noche de esas infinitas de noviembre en que el sol se acuesta tan pronto, que la cena parece más una merienda temprana que el consuelo de la jornada de trabajo. Ellos, los de casa, y los vecinos, congregados alrededor de la lumbre en los escaños, banquillas, y taburetes apuran el plato de patatas cocidas, cortan el tocino con la navaja sobre el pan y remueven el caldero de las castañas asadas buscando esas últimas tostadas, tan gustosas. Corre la jarra de mano en mano, brillan los ojos del vino y los carrillos de la lumbre. La tarde ha sido buena para el recopilador,
las mayores cantaron romances, dieron detalles de todo, fueron desenterrando refranes, coplas, oficios, sucedidos. Ahora con el vino se “rememoria” lo “memoriado”, y aflora lo que por vergüenza o decoro estaba aún en el arca de los recuerdos, los cantares más irreverentes, los casos más escabrosos, las medias verdades y las malas intenciones, las murmuraciones que se pagaron en sangre. Es ahí, en medio de la bacanal de la memoria donde quien tiene “la gracia de los cuentos”, el don de la palabra, arranca, sin anuncios, sin levantar la voz, un gesto cierto de la mano, un asomar la cabeza al centro del corro, Anita, “dice que era una de aquí, de Nuez, que la decían Tomasa”. Todos en silencio, asienten, sonríen, se recuestan en los escaños, se dan señales, se relamen como si fuera a venir una tartera de guiso, y la historia de la bailadora y las brevas, tantas veces oída, durante generaciones, va iluminando las caras de los presentes, uno por uno. Eso es
cuando se cuenta con gracia y cuando quien escucha sabe las reglas, eso es cómo lo aprendí y eso es lo que llevo ya muchos años intentando repetir, aunque me falte la lumbre, las castañas, el escaño y quien sepa de generaciones, todos los cuentos. 

Yo, de pequeño, también quería ser arqueólogo.

No sabría decir las veces que he escuchado esta frase de boca de conocidos y extraños al explicarles que me dedico a la Arqueología.
«Arqueología».

Es casi una palabra mágica. Infalible. Pronunciarla despierta en quien escucha un gesto automático de sorpresa, ya sea un «¡Oh!» o una moderada desorbitación de los ojos, como quien se encuentra ante algo insólito, exótico.

Este acto reflejo es sintomático de una doble realidad. En primer lugar, que la imagen que la sociedad tiene de la Arqueología dista mucho del día a día la profesión: ante la visión romantizada e idealizada, a menudo perpetuada por los medios de comunicación, se impone la realidad de una práctica profundamente burocratizada, marcada por largas esperas para la obtención de permisos, acuciada por ritmos frenéticos cuando comienza el trabajo de campo, condicionada por las presiones del sector de la construcción, desprovista de su aura sexy a base de EPIs y memorias técnicas. En segundo lugar –y en íntima relación con lo anterior–, que el poder evocador de la Arqueología es enorme. En el imaginario colectivo, la Arqueología remite a aventura y apela a lo desconocido, a lo que está oculto bajo tierra a la espera de ser descubierto, sumergido en el agua, perdido en la montaña o en lugares todavía más recónditos. La Arqueología tiene, además, la poderosa capacidad de encarnar el contacto con el pasado a través de su materialidad –el patrimonio–, que es la puerta de acceso a mundos imaginados. Especular sobre el pasado es una vía de escape para pensarse en territorios y épocas radicalmente distintos a los de quien imagina. Un subterfugio que a menudo es utilizado como contrapunto deseable frente a un presente poco apetecible.

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La primera vez que me subí a un teatro para contar cuentos fue en el año 1992, como parte de las actividades organizadas por la Biblioteca Regional de Murcia para escolares. En aquel entonces, la narración oral profesional estaba casi en pañales y soñar con programaciones estables en cualquier lugar era eso, un sueño.

En el verano de 2018, media vida después, recibí una llamada del director de Teatro Principal de Alicante. Me propuso contar cuentos (en concreto mitos griegos) como parte de la programación del Festival de Teatro Clásico de Alicante. Gran noticia y no menos alegría. Sin embargo, el lugar elegido para la narración no sería el escenario del teatro, sino unas cuevas dentro del Museo de Aguas de la ciudad.
Osada de mí, quise aprovechar que la puerta estaba abierta para poner sobre la mesa una propuesta de narración permanente en el teatro. Imaginé un formato pequeño, íntimo, con el público sentado en el escenario y una función al mes. La respuesta fue inmediata: no. Según las palabras del director «El teatro solo era para teatro, y de calidad». No hubo posibilidad de insistir o de abordar el proyecto desde otro ángulo.
No obstante, desde esa primera edición, y a excepción del año de la pandemia, la narración está presente en el Festival con dos funciones para público adulto, dos para público familiar y tres para alumnado de Bachiller. Y, hasta el momento, se ha programado a siete narradores diferentes.

Mi padre siempre me ha dicho que quien la sigue la consigue. Con el paso del tiempo he aprendido que esto, unas veces sucede y otras no. Pero, por si las moscas, de vez en cuando sigo y sigo.

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