Boletín n.º 105 – Cuentos en cautividad
No fue fácil comenzar. Nos esperaban dando palmas y llevando el ritmo sobre el asiento de sus sillas. Ellos no sabían qué es lo que íbamos a hacer. Vieron la guitarra y pensaron que éramos un cuadro flamenco. Nada más lejos de la realidad. Luis es cantautor y yo soy narradora, e íbamos a ofrecerles una sesión de “Relatos y canciones para despertar el alma”.
Pensé horrorizada en la decepción cuando nos escuchasen. Hice señas a mi compañero indicándole que yo no. ¿Que tú no qué?, me interrogó con la mirada. Que yo no quería abrir la boca, que me sentía ridícula contando cuentos allí, que se iban a reír de mí, que en ese momento hubiera preferido mil veces bailar unas bulerías que narrar una historia.
Pero empezamos, y el palmeo andaluz se acompasó poco a poco a las melodías madrileñas. Cuando llegó mi turno, el turno de las palabras, se produjo un silencio. Un silencio de extrañeza al principio, de curiosidad después y de admiración al final. Hubo risas, sí, pero las provocadas por la historia.
No se me olvidan sus miradas. No había escenario y sus ojos estaban muy cerca de los míos. Esa mañana contándole cuentos, me convertí en la figura femenina que en algún momento de sus complicadas vidas les cuidó, les arropó, les acunó con nanas y cuentos, o no. Me convertí en madre, en tía, en abuela, la real o la deseada. Sus ojos brillaron y volvieron a la edad de la inocencia, ellos, que estaban allí pagando una deuda de culpabilidad.
Cuando acabamos la actuación, uno de aquellos hombres privados de libertad se me acercó y me preguntó: «Señorita, ¿puedo darle un abrazo». Le respondí que sí.
Al marchar, un funcionario que estuvo presente nos dijo: «Nunca les vi tan subyugados».
Le dimos las gracias y nos reímos por la palabra que había elegido para expresar lo vivido en esa hora y media de actuación.
Desde entonces, son numerosos los centros penitenciarios a los que he ido a contar historias (el más duro, sin duda, en Bogotá, donde literalmente enmudecí). Al igual que yo, muchos compañeros y compañeras narradores apuestan por abrir ventanas de sueños al aire libre en espacios de cautividad. Reflexionamos sobre ello con Nicolás Buenaventura, narrador colombiano, y con Alicia Bululú, narradora de Sevilla, ambos con larga experiencia en el tema. Y también le damos voz a ellas, a las personas privadas de libertad que en algún momento nos han escuchado contar cuentos. Les invité a que escribieran lo que les había supuesto y me sorprendieron contándome las historias que sabían, las que habían aprendido de pequeños, las que recordaban que habían sucedido en sus pueblos... Como muestra, compartimos los escritos de Joaquín y de Carmen, ambos internos, y de Maribel, voluntaria de un centro penitencial.



