En palabras de Valle Inclán, traídas al prólogo de Divinas palabras por Gonzalo Sobejano, dice: «Las cosas no son como las vemos sino como las recordamos», porque nuestra memoria selecciona de lo que nos interesa todo lo que puede y del modo que puede (como vasos de agua del río inabarcable, aunque sí razonable, de la realidad).

Como cultivador de la comunicación que lleva a desvelar los recuerdos, diré que cualquier persona mayor puede resumir su vida en unas quince (el número puede variar mucho o poco) historias principales que entiende pertinentes e importantes (el peine de nuestra personalidad) y las cuales, unidas, formarían el retablo donde su vida se recorta y pega, se resume y tiene sentido. Algo así como los puntales de su casa, intensa y subjetivamente dispuestos, anhelando que sean tenidos en cuenta, vistos y escuchados. 

Pero estos recuerdos que podemos llamar «personales» son a la vez materia moldeable colectiva y, un mismo hecho, una vivencia, tiene tantas caras y entrañas como informantes vayan poniendo en común y en valor (aquí arraiga parte del amor propio) su presencia en ese hecho. 

Es interesante cuando Eduardo Galeano en su Libro de los abrazos cita la etimología del verbo «recordar» como el compuesto latino de re-cordis: 'volver a pasar por el corazón'.

Digo ahora lo que me parece que un contador va buscando: humanas palabras pero con un matiz casi transcendente. O como dice en Sonata de otoño Valle Inclán de un personaje el narrador: «tenía el culto de los recuerdos». O César Aira en El mago: «Como todas las vidas, la suya era un museo de días».

 

Celso Fernández Sanmartín