¡Odio la palabra «versatilidad»! Es una palabra fatua, pegajosa, pentasilábica y, para colmo, con v. Una palabra que muy pronto descubres que es la columna vertebral de este oficio. Porque, si no eres versátil, no conseguirás abarcar todas las funciones que el hecho de contar profesionalmente acarrean: ser un diestro investigador para encontrar historias y distinguir las que te pertenecen de las que no; ser un dramaturgo capaz de montar un espectáculo coherente, donde cada cuento tenga su razón de ser y donde la hilazón entre unos y otros sea impecable. Debes, asimismo, tener rudimentos de iluminación por si tuvieras la suerte de actuar en un teatro, y de sonido por si finalmente decides invertir en uno de esos micrófonos tan socorridos en según qué plazas. Has de ser un vestuarista competente (lo que no siempre se consigue, ¡ay!), y, claro, un narrador solvente. Pero además debes ser un experto en marketing o todo tu trabajo se quedará en un cajón, y un buen administrador que calcule exactamente hasta dónde negociar tus cachés, que sepa elegir las rutas, las dietas y los hoteles (cuando hay suerte) más adecuados al presupuesto. Y un oficinista avezado para no naufragar entre tanto papeleo. ¡Y un férreo manager en ruta para que no se nos disparen los gastos! Pero últimamente se añade una versatilidad diferente: la de ser capaces de crear nuevos modos de acceder al público, de inventar formas creativas, de llegar hasta los oyentes mientras haces de psicólogo de tantas bibliotecarias devastadas por los recortes salvajes. Y, finalmente, lograr que te paguen dignamente por tu trabajo. 

Y si consigues todo esto, entonces ya has descubierto que la palabra «versatilidad», maldita traidora, tiene una vertiente de la que debes huir como de la peste, aquella que habla de mutabilidad, inconsecuencia, antojo, capricho, vacilación. Porque estás solo con tus dudas, nadie va a enseñarte a no venderte por un plato de lentejas, nadie estará a tu lado para ayudarte a ser fuerte cuando en medio de una contada sientas la tentación irresistible de traicionar a tu historia para hacerte querer por el público, para complacerles desde el chiste, la ocurrencia, el ingenio vacío o los lugares comunes… Nadie, salvo tú, te librará de usar con poco rigor elementos escénicos como objetos, luces, músicas, etc. Nadie va a salvarte porque no trabajas como suelen hacerlo los actores, con una mirada externa que ayude, que guíe, que explique, que advierta. Que te recuerde que estar sobre un escenario es un privilegio que conlleva unas responsabilidades que no puedes soslayar y que aprendes a base de escucharte, escucharles, equivocarte y rectificar.

Lo que a la mayoría nos atrajo de este hermoso oficio es el hecho mágico de evocar una historia y vivirla junto al que escucha. Nada más. Pero hemos de aprender a ser tremendamente versátiles y, por otra parte, no serlo en absoluto. Una palabra odiosa, «versatilidad». Y no se va con nada.

 

Emma López