Yo soy un narrador oral, soy un cuentero. Nací y vivo en el gran Buenos Aires. En un distrito que se llama San Martín, mi barrio, Ballester.

Trabajo en escuelas, jardines de infantes, bibliotecas populares, teatros, cárceles, institutos de menores, y otros lugares, instalando espacios de escucha.

No tengo un lugar fijo, soy como un caracol con su casita a cuestas.

Mi casa está hecha de silencio.

Nosotros, al igual que los primitivos hombres de las cavernas nos sentamos en círculo, entonces: nos disponemos a ver, sentir y disfrutar de aquello que no está presente en el ambiente, sino en nuestras retinas interiores.

También me gusta recopilar, escuchar, preguntar, ver nacer cada historia, grabar, guardar, desgravar, compartir, establecer una intimidad con el otro, donde la frontera de los preconceptos se desvanece y aparece su belleza, su individualidad. Individualidad que nos ha sido arrebatada por los medios masivos de comunicación que instalan estereotipos, por las instituciones educativas que tienden a masificar y por un sistema económico mundial basado en la injusticia social.

Solo una décima parte de la población mundial controla más de la mitad de la riqueza del planeta. El setenta por ciento de las personas que habitan el mundo solo se abastecen con menos del diez por ciento de los recursos.

La diferencia es tan abrumadora como un precipicio.

Las diferencias generan violencia, marcan líneas. Líneas que dividen territorios, ciudades, personas, pensamientos. Líneas que limitan márgenes, líneas que crean marginalidad. Que excluyen. Líneas que tajean nuestra sociedad como a una tela rota.

Los cordones que dividen el gran Buenos Aires son como trincheras profundas y tan antiguas como cicatrices genéticas. El tejido social de la ciudad que habito está desgarrado en harapos. Como una tela rota.

Aquello que está del otro lado de la línea es lo marginal. Parece solamente un borde pero es mucho más que eso. Lo que está al otro lado del margen nos es desconocido, nos transforma en ignorantes. Y la ignorancia alimenta al miedo. Y frente al miedo, o huimos o atacamos. Desde el principio de nuestros tiempos, o huimos, negamos, ocultamos, escapamos; o atacamos, acusamos, excluimos, castigamos, nos defendemos dando el primer golpe. Y esto, nos sucede a todos, los que están de un lado, y los que están del otro lado del  margen también.

Mi especialidad como narrador de historias, es ir a contarlas del otro lado de esa línea.

Y cuando lo hago, recibo respuestas, observo transformaciones.

Un ejemplo, de cómo la esperanza queda adentro es la historia de Martín Bustamante, cincuenta años, ha pasado más de diez y nueve años de su vida en distintas cárceles de la Argentina.

Martín salió del más allá afeitado y con un cuaderno bajo el brazo. Nos encontramos en una isla en medio del océano carcelario. Yo hice más o menos lo único que sé hacer: contar cuentos. Nuestra isla era un taller en una biblioteca de la Universidad Nacional de San Martín, adentro de la cárcel Nº 48 de José León Suárez. Nuestra cueva era la imaginación.

En nuestro segundo encuentro, Martín me dijo: “El otro día, cuando me fui, me quedé pensando, que a mí nunca nadie me había contado un cuento. Y también pensé que yo nunca le conté un cuento a mi hija. Entonces vino mi hija a visita y le conté un cuento. Le dije: te voy a contar un cuento. Ella me miraba, no entendía, pero la senté sobre mis rodillas y se lo conté. Vos no sabés, viste que uno en la visita quiere quedarse con fotos, con recuerdos de cada instante. Yo me quedé con ocho millones de fotos de su cara, sus gestos y, cuando miró a la madre, se le caía una lagrima”.

Martín había estado toda esa semana, entre nuestro primer y segundo encuentro, pensando ese cuento, inventó una historia mitológica de cómo los dioses habían llegado, desde muchas generaciones, a nacer en ella, en su hija.

Ese año Martín inventó muchos cuentos, aprendió a narrarlos oralmente, comenzó a contarlos en cada pabellón.

Esos cuentos fueron llevados con birome a la bidimensionalidad de la fibra del papel, afilados como lanzas, día tras día, insistentemente, y luego, a fuego, con un solo dedo, tipeados en una computadora tumberamente* rearmada desde las cenizas. Esas historias vinieron del otro mundo y atravesaron el alma del artista. Esos textos saltaron la pared, e interpelan hoy al lector sobre su propio imaginario de la marginalidad.

Esas historias se convirtieron en un libro, el libro de Martín, El personaje de mi barrio. Editado a pulmón desde el taller de cuentos hicimos cien ejemplares. Martín salió, bajo un régimen perverso que permite salir a las personas presas doce horas por semana. Medio día de libertad entre una vida de rejas, a la calle, sin un trabajo, sin saber lo que significa trabajar. Doce horas de libertad para volver al infierno.

Pero doce horas al fin.

Martín las usó para dar charlas, contar cuentos, en bachilleratos populares, en otras cárceles, vendió sus libros, volvió a imprimir y viene haciendo eso desde hace más de un año. Se inventó un trabajo, un trabajo digno.

El otro día me dijo: “Yo antes andaba por la calle viendo los lugares que se podían robar, ahora voy buscando historias, las historias de las personas, de los lugares”.

El arte, que une y repara, abrió una pequeña, mínima, ventanita con vista hacía el subconsciente colectivo, hacia una época donde no había diferencias, donde éramos todos monos y monas alrededor de un fuego, observando cómo se nos caían los pelos, de a poco, e imaginando un mundo nuevo.

Por esa ventanita donde apenas algunos consiguen atisbar algo, Bustamante metió un pie y después el otro. Con los botines de punta, como en las inferiores de Chacarita. Botines fiados, churrascos fiados, sueños a pagar; y de pronto, como en un cuento chino, estaba del otro lado del cuadro, del otro lado del espejo, franqueando el umbral, cruzando la línea.

La narración oral es un arte muy antiguo. El arte une y repara. Es como coser, como dar una puntada con aguja e hilo entre dos telas que están separadas.

Es algo mínimo, es muy posible que la tela no se una por un solo punto, pero si cada uno de nosotros, sencillamente, cruzara hasta el otro extremo de la tela y diera un punto, el tejido social se une, la tela rota se vuelve a coser.

Vivimos en una era de alta violencia, las diferencias generan violencia y frente a esa violencia, el sistema reacciona con más violencia, replicándola, aumentándola.

La única alternativa pragmática es la educación, pero la educación como una forma de inclusión, no de exclusión y ahí es donde el arte juega un papel fundamental: el arte une, despierta y transforma.

Narrar y escuchar cuentos es reparador. Las historias nos recuerdan que la vida se puede manejar de muchas formas frente a una misma situación. Que no hay solo dos opciones, blanco o negro, vida o muerte, sino un sin número de sentidos frente a una misma idea. Quizás sea ésa la verdadera libertad.

Le pregunté a Diego Tejerina, alfabetizador, sociólogo egresado del Centro Universitario San Martín, preso en la Unidad 48, qué era la libertad para él, y me dijo: “Necesitamos entender que la palabra modifica realidades, construye futuros. Creo que la palabra llega más allá de donde la gente, los humanos piensan. Personalmente a mí me cambió, me transformó mi vida, porque pude sacar todo eso que muchas veces nadie oía o no sabía cómo decir. Lo importante de la palabra es que llega a diferentes lugares donde nunca uno realmente pensó que iba a llegar. Creo que la libertad de la palabra produce y reproduce libertad, creo que la libertad de la palabra modifica seres humanos, modifica historias; creo que hay un poder que se olvidó de nombrar mi amigo Foucault, que el verdadero poder está en confiar en uno mismo, el verdadero poder es ver como el ser humano se desarrolla y tiene la capacidad de sobrepasar más allá de lo que muchos piensan. A pesar de que el cuerpo pueda estar preso físicamente, a la mente, creo, que jamás la podrán sujetar”.

Cuando instalamos un espacio de escucha, y en la plenitud del silencio damos valor a la palabra, como dice Tejerina: Necesitamos entender que -esa palabra- modifica realidades, construye futuros, que llega más allá de donde los humanos pensamos.

Esas palabras rescatan libertad, la libertad del individuo que posee las herramientas, el conocimiento, el deseo y la posibilidad de observar la completitud del mundo que lo rodea, no solamente un lado de la línea, una porción de la realidad, sino toda la paleta de tonos posibles.

Somos más de siete mil millones de humanos. Cada uno distinto, único, irrepetible. Cada huella digital, cada historia imaginada, cada centímetro cúbico de su ser, es distinto.

Es insostenible la idea de un mundo dividido por líneas, por parcelas, donde los locos son todos iguales, los presos idénticos, lindos, feos, ricos, famosos, todos etiquetados, masificados.

El otro día fui a contar cuentos a la Unidad Nº 2 de Sierra Chica, una de las peores cárceles de castigo de la provincia de Buenos Aires. Con capacidad para setecientos presos y una población de mil setecientos, pabellones de “elefantes”, presos con condenas interminables a quienes el infierno carcelario no hizo más que resentirlos, peleas constantes a muerte o supervivencia. Una penitenciaría de ciento veinte años de antigüedad, una institución del siglo XIX en pleno siglo XXI.

Fui a la escuela secundaria, había unos noventa alumnos, les conté historias durante una hora aproximadamente. Observé que de sus rostros duros de miradas severas y sus cuerpos tatuados, aparecían sus niños interiores, sus miradas fascinadas, un silencio absoluto y un respeto total. El brillo de sus ojos me decía que habían quedado perdidos en el camino de la delincuencia, pero aún estaban ahí, dentro de cada preso, de cada humano.

Pero nadie quiere mirar del otro lado de la línea, resulta más sencillo negar, pensar que no hay nada, o peor, que los que están del otro lado del muro merecen ese infierno, infierno real, de todos los días, de cada minuto, aunque no sepamos quienes sean o qué hayan hecho.

Cuando entré por primera vez al Borda, el Hospital de salud mental más grande de la Ciudad de Buenos Aires, tenía veinte años. Me acuerdo que mi imaginario del hospicio era algo así como un pueblo de hombres que se creían Mariano Moreno o Gardel, o pajaritos, camisas de fuerza, y no, lo que me encontré fue un pueblo de linyeras con chalecos químicos.

Todos parecidos, sin dientes, con los dedos quemados del cigarrillo.

Y cuando entro a una cárcel, a una escuela, a un hospital, o a veces, en cualquier lado, observo lo mismo: que los presos pasan a ser un número de causa, los alumnos un guardapolvo blanco, los enfermos un número de cama, los locos un pueblo de linyeras,

El sistema tiende a masificar al individuo.

A estandarizarlo como si fueran botella vacía.

La imagen de la televisión, de internet, del diario o el pizarrón, es para todos igual.

Pero la imagen que vemos cuando imaginamos es nuestra, es nuestra propiedad.

No se trata de llenar botellas de contenido, sino de despertar el genio que hay dentro.

Y observarlo. Observar sus necesidades y guiarlo en su búsqueda.

Solo se trata de dejarlo salir, de ayudarlo a emerger y aprender de él.

El arte de narrar historias rescata esa individualidad.

Dentro de cada uno de nuestros alumnos, hay una perfección incomparable, la hermosura de la individualidad, arrebatada por los medios de comunicación que estereotipan la belleza.

Un ser ni más bueno ni más malo, ni más lindo ni más feo, sino inigualable, especial, incomparable.

Luego de la gran ola tecnológica, este tsunami de información, el espacio de silencio junto al brasero de la abuela o la ronda de amigos, donde con voz viva, se valora cada palabra de una historia y ésta toma dimensión en el interior de los oyentes, ese espacio ha desaparecido.

Casi ningún docente cuenta cuentos en el aula, formando un círculo, mirándose a los ojos, con sus alumnos, más allá del papel escrito, entregándose a ver con sus retinas interiores y compartiendo esas imágenes entre iguales.

La palabra viva nos salva la vida, porque nos conecta con nuestra vocación.

A la genialidad no la veremos llegar, porque nunca se fue. Siempre estuvo acá, justo adentro y en cada uno de nosotros.

En nuestra individualidad, bella, libre e irrepetible.

 

José Luis Gallego

 

* Tumberamente: adj carcelario, de tumba, sepulcro, lugar donde viven los presos. Describe la capacidad de arreglarlo todo con nada, se cultiva en condiciones de austeridad.