"El lenguaje, la palabra, es una forma más de poder,
una de las muchas que nos ha estado prohibida"
Victoria Sau

 

El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, constituye una fecha ritual y, como tal, un buen momento para reflexionar acerca de los avances logrados en materia de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, pedir más cambios y celebrar la valentía y la determinación de todas las personas que, en este aspecto, han jugado un papel clave en la historia de sus países y comunidades.

El lema de la ONU de este año es “Empoderando a las mujeres, empoderando a la humanidad: ¡imagínalo!”, y nos invita a recrear un mundo, en nuestro imaginario, en el que cada mujer y cada niña pueda escoger sus decisiones, tales como participar en la política, educarse, tener sus propios proyectos y vivir en sociedades sin violencia ni discriminación. Y es que cualquier cambio que deseemos en nuestras vidas ha de ser imaginado primero.

Si bien los logros en favor de los derechos de las mujeres han sido muchos, las brechas que persisten son también numerosas y profundas todavía. Para las mujeres de nuestra cultura y de mi generación, que hemos tenido acceso a la educación, al empleo, a la planificación familiar…, a veces puede parecernos que ya está todo conseguido, que la igualdad de oportunidades es un hecho. Y sin embargo, a mi modo de ver, nos quedan todavía muchas asignaturas pendientes.

Una de ellas es el empoderamiento en el imaginario colectivo. Dejar de estar como invitadas en los territorios de la metáfora: transitar por el humor y la poesía, sin sentirnos como una gota de aceite en el agua. Ni musas, ni espectadoras, ni objetos de las narratologías, sino creadoras. Artistas de pleno derecho: sin justificarnos, sin pedir permiso ni perdón por tomar la palabra.

Como cuentera, creo, en primer lugar, que el lenguaje no es neutro. Las palabras están cargadas. Tiran a dar. Por eso es prioritario tomar conciencia no solo de lo que decimos, también de cómo lo decimos. El lenguaje importa. Indica cómo concebimos el mundo, determina cómo nos relacionamos y qué sociedades construimos. Muchas personas  parecen percibir la xenofobia de algunas expresiones como “merienda de negros”, “cuento chino”, “moros en la costa”, etc., y están dispuestas a combatirla, sin embargo plantean muchas resistencias para dejar de utilizar el masculino universal a la hora de hablar. Apelan a la economía lingüística, a lo que es gramaticalmente correcto, a la pereza… No es fácil. Cambiar el propio lenguaje es cambiar el pensamiento y viceversa. Y precisa estar muy vigilante.

Al respecto, solo puedo decir, como escuchadora profesional de cuentos, que no siempre me siento incluida en lo que escucho y que he de hacer un esfuerzo para seguir un relato que me deja fuera como mujer. Y al revés, al utilizar un lenguaje inclusivo, nombrando lo ninguneado, lo invisibilizado, lo excluido..., invitamos a quien escucha a pensar de una manera más crítica y más solidaria. Históricamente ha habido y sigue habiendo muchos colectivos excluidos. Las mujeres seguimos siendo la “minoría” más mayoritaria de la humanidad. Y las exclusiones se acumulan, se amontonan. De manera que a algunas mujeres les da tiempo y cuerpo para ser además de mujeres, por ejemplo, pobres, negras, viejas, con alguna discapacidad o lesbianas… Solo nombrar lo que es, es ya mucho. Muchísimo. Es reconocer su existencia y su derecho a ser como es. Así que el lenguaje es una magnífica herramienta para prevenir todo tipo de exclusión social, porque refleja lo que somos y también lo que aspiramos a ser.

Para las mujeres que narramos profesionalmente, tomar la palabra constituye ya en sí un acto de empoderamiento. Además de que venimos con el fallo de fábrica y nuestro legado simbólico ha sido y es no solo eminentemente masculino sino también patriarcal, el espacio público nos sigue siendo tremendamente refractario. Compartimos con otras mujeres de la escena una buena docena de vulnerabilidades gremiales: nos cuesta encontrar una voz propia, y valoramos menos y peor nuestras propias historias por un tema secular de falta de autoestima. En cuanto a la visibilización, estamos en los peores horarios y en los peores espacios y a menudo infrarrepresentadas en los Festivales de prestigio y en los circuitos de reconocimiento profesional. Defendemos peor las condiciones adecuadas para narrar bien, nos cuesta decir que no. Las que somos o hemos sido madres tenemos dificultades para conciliar y nos pensamos las giras y los viajes prolongados. Nos cuesta más reconocer nuestra pasión como un oficio y dar el salto de lo amateur a lo profesional, etc.

Y es que no podemos ir de incógnito. Narramos desde el cuerpo que somos. Y como narrar y escuchar cuentos es un acto de comunicación, ignorar el hecho de que soy una mujer contando y de que cualquier cosa que diga se va a descodificar desde el cuerpo con el que cuento o pese a él, sería cuando menos una torpeza profesional del mismo calibre que ignorar el sexo, la edad, la etnia, la religión o la cultura de quien escucha. Narrar significa también repentizar, actualizar la historia en función de las circunstancias en las que estoy narrando. No narro igual en una residencia de personas ancianas que en una escuela. La historia quizás es la misma y sin embargo es distinta, o debería serlo, en función del contexto. Narrar es también establecer puentes entre mundos distantes y diversos.

Somos guías de viaje.  “Traducimos”, no ya idiomas, sino comprensiones diferentes del mundo. En esta aventura de narrar yo estoy muy agradecida a la doble perspectiva, a menudo considerada antagónica, que me ofrecen por un lado el análisis junguiano y por otro lado el feminismo. Gracias a C. G. Jung, que consideraba los arquetipos como pautas de comportamiento instintivo aprendidas en un inconsciente colectivo, comprendí que los seres humanos estamos influidos por poderosas fuerzas internas, que aparecen personificadas en las divinidades de las diversas mitologías y en los héroes y heroínas de los cuentos de la tradición oral.

La mirada feminista, basada en la lectura de la sospecha de todo legado cultural, me ha proporcionado una comprensión profunda de cómo las fuerzas externas o estereotipos –los papeles a los que la sociedad espera que las mujeres y los hombres se adapten– refuerzan algunos patrones arquetípicos y reprimen otros.

Como mujer me vivo impulsada, o desgarrada en ocasiones, entre arquetipos internos y estereotipos culturales. Y sospecho que no debo ser la única. Si amo los cuentos es, entre otras cosas, porque me han proporcionado instrucciones preciosas y precisas para la vida. Han constituido en mi vida una increíble herramienta de comprensión interna, evocando sentimientos y tocando temas que forman parte de la herencia colectiva de la humanidad en una búsqueda que comparto: la del sentido de la existencia.

Dice Clarissa Pínkola Estés que “escuchar y recordar cuentos surte un efecto parecido a conectar una especie de interruptor eléctrico que llevamos dentro. En cuanto se activa este mecanismo, lo que hacen los cuentos es evocar en la psique un subtexto más profundo, una sagacidad innata, recibida a través del inconsciente colectivo…”.  Un cuento es como un sueño que recordamos. Trabaja por dentro, incluso cuando no lo comprendemos, porque es simbólicamente significativo. Es por ello por lo que un cuento poderoso se cuenta a sí mismo, incluso pese a la torpeza o a la falta de conciencia, en ocasiones, de quienes lo contamos.

En relación con el contenido, los cuentos, particularmente las historias de la tradición oral, rescatan algunas de las ideas más sabias e imperecederas que ha desarrollado el imaginario colectivo desde la época de las cavernas. Son historias poderosas que han resistido el desgaste, la censura o la aniquilación. Han sobrevivido a amputaciones, distorsiones, ampliaciones y fragmentaciones…  Por supuesto, en numerosas versiones de muchos cuentos de todo el mundo podemos advertir enormes prejuicios y alardes de diversas intolerancias. Antaño, algunos “recopiladores” del poderoso caudal de la tradición oral podían traspasar sus propios prejuicios, sobre todo de tipo racial, sexista y clasista a sus transcripciones escritas… Así nos han llegado versiones de algunos cuentos plagadas de calumnias raciales, sexistas y religiosas. Cabe suponer que en ocasiones ha sido por maldad y en ocasiones básicamente por ignorancia. 

Para quienes hemos hecho un oficio del arte de narrar es importante investigar y contrastar versiones, ya que algunas, muy tóxicas, conviven con otras, particularmente sanadoras, que nos proporcionan a las personas revelaciones para entendernos a nosotras mismas y para entender nuestras relaciones con hombres y con mujeres, con padres y madres, con amantes, amistades y con nuestra progenie.

Pero más allá de lo explícito, el cuento narrado de viva voz, cuenta en nuestros silencios. Nuestras manos, nuestra mirada, nuestras pausas… Nuestro aliento es el contexto que ilumina el texto: cuestiona, acentúa o resignifica todo lo que decimos. Así el cuento cuenta lo que cuenta pero yo siempre me cuento al contar. Lo que soy, lo que voy siendo… se desparrama en lo no verbal. Consciente o inconscientemente, siempre hemos tomado partido y quien escucha lo percibe. En este sentido, podemos contar un cuento sexista de una forma no sexista y viceversa. Mi recomendación es no quedarnos en una interpretación simplista o reduccionista, en la cáscara del cuento. Por ejemplo, no solo o no siempre en la consideración de si la o el protagonista de la historia es un hombre o una mujer. Mi experiencia como narradora, como escuchadora y como lectora es que quien lee o escucha un relato hace el viaje del héroe o de la heroína, sea un viejo, una niña o una cafetera. De hecho, esta sería una de las maravillosas posibilidades coeducativas de la narración, que permite ponerse en el lugar del otro y también de la otra. Caminar en sus zapatos, empatizar, salir del juicio y del prejuicio, y alcanzar la comprensión y la compasión necesarias por todas las formas de existencia para que, de veras, otro mundo sea posible. 

En torno a este 8 de marzo os invito a contar para que la palabra sea fuego y juego, como dice Estrella Ortiz:

“… Unas veces la palabra es un juego y otras un fuego.
Unas veces murmura y otras grita.
A veces calla y a veces canta, pero siempre baila.
Baila en el pecho y en los ojos, chisporrotea en la mirada del otro, de la otra.
Recorre los rincones interiores hasta no poder más, y brota.
Y cuando brota busca compañía, calor, complicidad y trato.
Tratar con la palabra es una fiesta.
Festejar la palabra es rendirnos al fuego, acompañándonos”.

Feliz 8 de marzo. Y ojalá todos los días del año sean 8 de marzo y las palabras sean permanentemente fiesta y celebración, una ocasión para que hombres y mujeres nos acompañemos en la construcción de un mundo más igualitario y más justo.

Empoderarse en el imaginario colectivo es urgente. Ahora ya lo dice hasta la ONU. Imaginémoslo. Se trata de crear y creer imaginarios inclusivos. Y contarlo. Por las que no pueden. Por las y los sin voz. Por todas y para todas. Por nosotras y por todas nuestras compañeras.

Virginia Imaz Quijera