Se nos fue el compañero, el amigo, con la levedad de un suspiro. Lo conocimos cuando comenzábamos a contar en los escenarios y en la vida. Él ya era todo un veterano, de los cuentos, del teatro, del compromiso. Nos tendió la mano y de ella caminamos. Nos abrió su ciudad con palmeras, su gran teatro, su casa. Compartimos comida y vino con sus amigos, con sus hermanos, con sus hijos. Nos hizo cómplices de sus luchas, partícipes de sus celebraciones. Nos emocionamos con su trabajo, como director de teatro, como actor, como narrador, como profesor, como traductor. ¡Era tantas cosas! Nos enamoramos de su amor, que siempre dirigió sus actos. Nos entristecimos con sus penas. Nos emborrachamos de sus ganas de vivir, de su entusiasmo, de su verdad. Siempre nos hizo hueco en su vida y siempre tuvo una palabra, un abrazo, y ese gesto suyo de entender sin que siquiera hubiera palabras. Por eso ahora sentimos su hueco. Pero ese hueco no es oquedad, no está vacío, está lleno de él. De todo lo que fue para nosotros. De todo lo que él puso en nosotros. Por eso lo sentimos dentro de nosotros. Y nuestra voz será su voz, aunque lo que salga de nuestra garganta no sea “El amor de las tres naranjas” o el “Pitas Payas”. Y ya no sé cómo acabar esto porque ni Antonio ni este panegírico no tienen fin.