Mi hijo Pablo de cuatro años duerme con Maléfica. La de antes, la de toda la vida, la del cuervo y la cara verde. Duerme, literalmente, con ella, en diferentes formatos. Me explico: Tiene un póster pegadito a la cabecera de su cama, una figurita de las de plástico duro que suele acabar serigrafiada en su mejilla al día siguiente y el cuento de La Bella Durmiente abierto por la página donde aparece “la señora Maléfica” como suele llamarla. Y así se duerme…

A veces, cuando realizo animaciones a la lectura con grupos escolares, les digo a los niños que si se duermen con un libro abierto entre las manos, los personajes de ese libro pueden saltar a sus sueños. Muchos responden y comentan entusiasmados que ya les ha pasado y otros me miran con cara de incrédulos y preguntan si pasa de verdad. Prueba, les digo yo.

Con mi hijo pequeño todavía no sé si pasa de verdad porque tampoco habla mucho de sus sueños. Sé que duerme a pierna suelta y que jamás se ha despertado asustado por este personaje tan siniestro y oscuro. Al contrario, lo busca cada noche como quien busca su osito de peluche. Cuando le pregunto por qué le gusta tanto me responde que porque es “la más mala entre las malas”.

Me han pedido que escriba algo para una amiga española. Por lo visto, allí, muchos progenitores se oponen a los cuentos de hadas, piensan que dan demasiado miedo, que son sexistas, inquietantes. Sin embargo, a mí, me parece que los necesitamos más que nunca; ¡nuestros niños los necesitan más que nunca!

Cuando era niña, desde los 7 u 8 años, cogía yo sola el autobús al colegio, iba al parque, que estaba al menos a una milla de distancia, con una pandilla de amigos, algunos mayores que yo, otros más pequeños y pasábamos allí horas, sin teléfonos móviles, sin interferencias de adultos. Por aquel entonces ese era el parque natural más grande de Europa y nosotros, como pandilla de edades variadas, ¡éramos los reyes y reinas de aquella fragosidad! (o” de aquel espacio salvaje”, como lo veas mejor).

A menudo tomábamos la calle para jugar a “bordillos” (1), a “rounders” (2), a la comba, a la rayuela…una multitud de juegos sofisticados con normas y reglas que todos cumplíamos sin que hubiese adultos a nuestro alrededor. Si alguien tenía una rabieta, lo dejábamos hasta que se le pasara; si alguien acosaba a algún niño más pequeño, no le dejábamos que jugase hasta que cambiara su actitud, hasta que se diera cuenta de las necesidades de los demás… de hecho, hasta que desarrollase su empatía y su inteligencia emocional.

¿Por qué cuento cuentos tradicionales para niñas y niños? ¿No tengo miedo de asustarl@s? ¿De verdad creo que eso es bueno para ell@s?

Las respuestas me llegan de atrás:

Crecí en los fabulosos años sesenta que, por lo menos en Italia, eran modernos, racionales y lanzados hacia el progreso. Mentir era malo y la ambigüedad no existía. Los adultos eran optimistas, utilizaban el método Montessori y ofrecían a la infancia divertidos cuentos de Rodari, que no traumatizaban a nadie pero que hacían pensar.

Me gustaban, creo. No recuerdo ni uno.

Una tarde mis hermanos y yo tuvimos a una canguro de la que no sé ni la cara ni el nombre. Quizá la echaron por lo que había hecho.

Nos reunió alrededor del círculo que una lámpara dibujaba en la alfombra y empezó el cuento de un niño y una niña y sus padres de corazón devorado por el hambre, y había bosques musgosos con dentro una casa con dentro una bruja. Tenía los ojos blanquecinos pero podía verte. La bruja, no la canguro.

Eso era distinto de Rodari, eso hacía que el círculo de luz se contrajera, la oscuridad empezara a respirar y la piel de mi espalda se escalofriara (¿por qué “estremeciera” me suena tan cursi?).

Muchas veces vienen los padres de mis alumnas y alumnos diciendo que a su hijo le dan miedo los cuentos en los que sale un lobo y que tienen pesadillas por culpa de este personaje.

Yo recuerdo que de niña cada noche se acercaba hasta mi cama un lobo, pero no era el lobo de Caperucita o de Los siete cabritos sino el lobo del que se hablaba en aquel momento en el pueblo, ese lobo que se comía las ovejas de los pastores que tenían los rediles más apartados del casco urbano o ese lobo que mi padre y mi tío ahuyentaban durante toda la noche con un fuego encendido y entrechocando dos piedras para que no se acercara a comerse el ternero que acaba de nacer en el huerto del monte. Este lobo era real, podía seguir acercándose más y más al pueblo e incluso llegar a entrar en mi casa si yo ponía en marcha mi lógica de niña.

Lo mismo pasará si ese lobo es el que aparece en un documental o en un libro informativo, es un lobo real, y quizá ahora, en la era de la información, se haga más hincapié en mostrarlo tal y como es al niño.

También en otras ocasiones el verlo en imágenes provoca mayor rechazo, porque no es lo mismo ver al monstruo que imaginárselo; al contar esto no puedo evitar pensar en uno de mi hijos, cuando era niño no quería ver la película El Mago de Oz porque no podía soportar la visión de la bruja mala del Oeste, su voz estridente y su cara verde le daban un miedo atroz.

Si tomamos por buena la traducción de aficionado para referirnos a amateur podemos seguir razonando, por ejemplo:

Hay mucha gente que ha hecho de su afición —montar en bicicleta, jugar al  fútbol, actuar, pintar, cocinar, bailar, escribir, etc.— su profesión, y los ejemplos abundan. Puede ser que estas aficiones surgieran de un juego más o menos casual, puede ser que perduren, incluso que se les dé bien o muy bien realizarlas. Entonces, ¿dónde radica la diferencia entre el amateur y el profesional? Fundamentalmente en la formación y la responsabilidad. Alguien que es aficionado no tiene por qué tener formación y, por supuesto, tampoco es responsable del resultado de su actividad. Se me ocurren miles de ejemplos. Si un instalador monta un aire y no funciona, se le reclama. Si ese aire nos lo instala un amigo y no funciona, se le da las gracias.

Bajando un poco a nuestra profesión: ¿tienen hueco los amateurs? Claro que sí, gran parte del colectivo de profesionales hemos pasado por una época amateur, esa etapa te da tablas, formación, y también te muestra la responsabilidad al enfrentarte al público. Es un tiempo precioso en el que te formas, proyectas, sueñas, y te enfrentas a tus miedos si finalmente decides que este será tu oficio.

Vi por primera vez la película “Juan Soldado”, de Fernando Fernán Gómez, en el verano de 2008, por la más pura casualidad. En realidad lo que quería ver eran los 13 capítulos de la serie “El Pícaro”, basada en episodios de novelas picarescas de los siglo XVI y XVII, que también dirigió y protagonizó Fernán Gómez. Pero en los extras del segundo y último DVD de la colección venía “Juan Soldado”, el primer trabajo que este actor hizo para televisión, en 1973. Tan satisfecho quedó con su labor de guionista, director y protagonista del film, que después de “Juan Soldado” fue cuando propuso “El pícaro”.

Mi primera sensación fue de auténtico asombro, me pareció estar ante una obra maestra. Respetando el lenguaje del cuento de Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber), Fernán Gómez creaba un relato audiovisual con muy deudor de la oralidad, y realizando una reinterpretación en clave histórica de los símbolos religiosos, en especial de la puerta del cielo o purgatorio, que se convierte en la película en un enorme monstruo burocrático del que nadie conoce el funcionamiento. Al final, una alegoría de la caída del franquismo y de las ganas con que las gentes se lanzaban a la conquista de una vida nueva. Todo gracias a un hombre del pueblo, Juan Soldado, generoso, valiente y amigo de los niños, no en vano aparece en la película como narrador de su propia historia, contándola a los niños/as como si fuera un cuento. Y en verdad lo era.

"El lenguaje, la palabra, es una forma más de poder,
una de las muchas que nos ha estado prohibida"
Victoria Sau

 

El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, constituye una fecha ritual y, como tal, un buen momento para reflexionar acerca de los avances logrados en materia de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, pedir más cambios y celebrar la valentía y la determinación de todas las personas que, en este aspecto, han jugado un papel clave en la historia de sus países y comunidades.

El lema de la ONU de este año es “Empoderando a las mujeres, empoderando a la humanidad: ¡imagínalo!”, y nos invita a recrear un mundo, en nuestro imaginario, en el que cada mujer y cada niña pueda escoger sus decisiones, tales como participar en la política, educarse, tener sus propios proyectos y vivir en sociedades sin violencia ni discriminación. Y es que cualquier cambio que deseemos en nuestras vidas ha de ser imaginado primero.

Si bien los logros en favor de los derechos de las mujeres han sido muchos, las brechas que persisten son también numerosas y profundas todavía. Para las mujeres de nuestra cultura y de mi generación, que hemos tenido acceso a la educación, al empleo, a la planificación familiar…, a veces puede parecernos que ya está todo conseguido, que la igualdad de oportunidades es un hecho. Y sin embargo, a mi modo de ver, nos quedan todavía muchas asignaturas pendientes.

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