De cuentistas populares
Hace unos meses escribí un artículo para Faristol en el que hablaba del viaje del cuento de tradición oral en los doscientos últimos años, un viaje que lo llevó de la boca al papel, del papel al cuarto de los niños y del cuarto de los niños a la boca de nuevo, en esta ocasión vestido de estrategia de animación a la lectura. En ese recorrido cambió el mundo y cambiaron los modos de vida enormemente, pero el cuento contado pareció encontrar nuevos lugares y nuevas bocas y orejas para seguir siendo. Terminaba aquel artículo contando que el empujón provocado por la demanda de narración oral (en muchos casos como estrategia de animación a la lectura, insisto) había logrado consolidar un colectivo de cuentistas profesionales que, poco a poco, fue siendo cada vez más consciente del valor de la oralidad y la importancia del cuento contado en sí mismo, sin otra intención añadida (fuera esta animar a leer, educar en valores, trabajar el ciclo del agua... o cualquiera otra).
Sin embargo hay otro protagonista que, al hilo de este interés por la tradición oral y el cuento contado, parece haber sido invitado a formar parte de esta renovada fiesta de la palabra dicha, se trata del cuentista popular, del narrador oral natural o tradicional (lo voy a llamar de las tres maneras indistintamente a lo largo de todo el artículo), el mismo que, a lo largo de miles de años, fue el garante de la pervivencia y transmisión de los cuentos tradicionales.
Durante muchos años los folkloristas parecieron centrar sus trabajos en la compilación, comparación y estudio de los cuentos tradicionales, sin embargo, a mediados del S. XX, apareció la escuela sociocultural del estudio del folklore que se centraba en los cuentistas, en su capacidad para recordar los cuentos y en su habilidad para contarlos, y así fue cómo el narrador tradicional pasó a ser también objeto de estudio de los folkloristas.