Conferencia de Xabier P. DoCampo con la que inauguramos la I Jornada de Animación a la Lectura y Narración Oral que celebramos el pasado 27 de junio de 2015 en San Millán de la Cogolla (La Rioja)
Introducción
La narración oral no tiene ni puede tener en ningún caso, ni siquiera como acto didáctico, su fin último en la lectura, sería tanto como desposeerla de su carácter propio para convertirla en mero instrumento didáctico. Otra cosa muy distinta es que tenga una gran relación con la lectura y, lo que es más importante, que tenga, como tiene, una serie de elementos constitutivos coincidentes con los de la lectura.
Un amplio número de actividades de animación lectora en las que muchos de los aquí presentes hemos participado, e incluso hemos creado, han tenido por centro el valor de la narración oral como instrumento para enviar al oyente al paraíso de la lectura, a ese lugar en el cual le aguardaba la felicidad que deseábamos para su vida posterior: convertirse en un leal y fiel cofrade de la congregación de los adoradores de la letra impresa.
En mi caso ha debido pasar el tiempo y me ha sido necesario distanciarme de mi práctica docente diaria para poner en duda y, hoy en día, rechazar que el papel de la narración oral en el ámbito educativo o, mejor dicho, formativo de niños y jóvenes sea el de encuadrarla en las actividades de animación a la lectura. Fue largo mi camino hasta aprender que la narración oral con quien se relaciona directamente es con la escritura antes que con la lectura, ya que quién de verdad se relaciona con ésta es el acto de escucha.
Si extendemos una mirada, eso sí, superficial por la historia, veremos que el concepto de escritor está asociado al nombre que se da al protagonista del sistema literario, a aquel que ha institucionalizado el hecho narrativo. El ser humano primero ha hablado y luego se ha institucionalizado o, para mejor entenderlo, primero ha contado y, posteriormente ha desarrollado una institución superpuesta, la escritura. (Me gusta recordar que Jorge Luis Borges llamó a la palabra escrita “la sombra de la palabra”). Esta institucionalización separará los discursos dejando a la oralidad en el cajón de la “literatura oral” y adjudicándole el papel de reservorio ecológico en el que se contienen las canciones, los refranes, las anécdotas, las fórmulas aplicadas al juego, los cuentos tradicionales y en fin, el contenido del saber popular, y todo ello mirado como fósiles que nos dan cuenta de nuestro pasado y, por tanto, como materia de una suerte de arqueología del discurso literario. Y así la oralidad se convierte, más allá de Borges, en la sombra de una sombra, se desvirtúa su sentido, una vez desaparecida su transmisión natural y tradicional, al pasar a ser transcrita y sólo ser posible acceder a ella por la vía que dimos en llamar “culta”, es decir, escrita. Así el camino se ha cerrado al ser negada la posibilidad de una oralidad creada ex-novo, es decir negando la existencia y creación de una narración oral portadora de su propio sentido literario. Acto creativo que nace y se realiza como tal en cada uno de los actos de narración oral que lleguen a realizarse con voluntad de dotar de sentido propio al discurso.
Comencemos, pues, que ya es hora, a tratar esta cuestión de la relación entre la oralidad y la lectura como se tratan las relaciones entre cuestiones iguales. Borremos ese sello de saber más elitista que hemos otorgado a la escritura y que trajo como consecuencia una selección social del lector por encima del que se acerca al saber a través de la escucha.
La lectura como actitud de escucha
Cualquiera sabe que al niño más inquieto la expectativa de escuchar la narración de un cuento le produce en principio una momentánea situación de cierto descontrol físico que no tarda en dejar paso a otra de sosiego expectante. Ocupa el lugar que parece estarle asignado desde mucho antes de nacer, bien en ese lugar bajo las mantas de la cama en donde le tomará el sueño, tantas veces antes de que llegue el final del cuento, por eso los cuentos escuchados entre cobertores proyectan en lo sueños finales nuevos. En otros casos será al pie de la persona que le va a narrar esa maravillosa historia que, con su mente alejada de cualquier pensamiento que le pueda distraer, le atrapará y le transportará a un mundo muy alejado de su cotidianeidad pero muy cercano a los sentimientos y emociones que inundan su corazón. La repetición de este acto le ha hecho saber que habrá de permanecer concentrado en cada palabra para poder perseguir su último significado, aquél que se le revela nuevo; deberá captar la música de cada sonido verbal para incorporarlo a su experiencia sonora, a ese lugar donde guarda las palabras más misteriosas y subyugantes.
Comienza la narración y los ojos se abren casi con desmesura mientras los oídos se convierten en órganos protagonistas de la ceremonia. Pero son aquéllos los que nos permiten leer el proceso aprehensivo del cuento: se abren asombrados ante los descubrimientos sorprendentes, se serenan con el discurrir de la narración por aquellos acontecimientos que la voz transmite con sosiego y se cierran horrorizados con los sucesos que le producen un sentimiento de miedo o repulsión.
Por ese rostro, como por una pantalla de cine, ha ido pasando la historia mientras se grababa en el imaginario del niño que escucha y éste la hacía ya suya para siempre.
La narración de un cuento se ha convertido, en este caso como en tantos, en el alimento que nutre la innata e inevitable necesidad de soñar e imaginar que, inscrita en nuestro código genético, y ése, sólo ése ha sido el objetivo del acto narrativo. Será una relación nacida de la busca de nuevos sentidos la que puede (y creo que lo hará) transformar esa capacidad de escucha en deseo de leer. En otras palabras, esto sucederá si esta primera etapa de nuestra vida se ha alimentado con abundancia de los cuentos que alguien puso con generosidad en nuestro oído. Si nos han puesto en el camino de hacer de los sueños y de la ficción una forma de acercamiento a la comprensión del mundo.
Se puede pensar, y yo no lo negaré del todo aunque me parece que es un asunto que necesita de muchas matizaciones, que esta afirmación que tan directamente relaciona narración oral y lectura se da en el plano de la escucha de argumentos y tramas ficcionales, en el simple nacimiento del deseo de que le cuenten historias, cuando a mí lo que me interesa destacar en este momento es la creación de una actitud de escucha que yo veo como necesaria en la lectura si verdaderamente queremos que ésta se haga experiencia, para que, como dice Jorge Larrosa, el lector esté “[…] dispuesto a perder pie y a dejarse tumbar y arrastrar por lo que le sale al encuentro”, cosa que sólo se dará en el momento en el cual la lectura sea una escucha.
La fascinación de lo oral
En nuestra memoria permanecen, estoy seguro, de forma imborrable momentos que se relacionan directamente con situaciones en las cuales hemos sido afortunados oyentes de instantes de oralidad irrepetibles. No necesariamente se trata de la narración de un cuento, porque puede muy bien haber sido la descripción de un lugar en el cual ha ocurrido un acontecimiento o un suceso, puede ser también la narración de un viaje. Son pocas las personas de mi edad, que no han participado en una de aquellas ceremonias en las que un amigo o amiga narraba con maestría y con bellísimas palabras una película.
Si cualquiera de los presentes se deja llevar ahora por uno de estos recuerdos habrá de reconocer que todavía está ahí vivo el instante que parece único y singular por muchas veces que se haya repetido. Ahí está en nuestra memoria el instante final en el que el narrador daba remate al acto y, como alejándose, callaba dejando en nuestro corazón la indeleble marca del sonido de las palabras que ejercían su poder mágico en nuestro oído y ya siempre habríamos de rememorar inseparables de la ceremonia que se había celebrado.
En este recuerdo se encuentra bien visible la fascinación que nos produce la oralidad, hecha de la fuerza y el modo en que nos prende la palabra cuando nuestra actitud de escucha lo es verdaderamente porque se ha realizado con entrega por nuestra parte.
No se puede negar que esa fascinación se debe en no pequeña medida al hecho de es un acto que lo sabemos efímero y, por tanto, se fundamenta en nuestro impulso de aprehender aquello que nos es dado en esas fracciones de tiempo que acaban por parecernos sucesos fuera del tiempo.
Lo escrito se fundamenta en su perdurabilidad
A lo escrito le damos un carácter de duradero, de tener la propiedad de fijar lo que contiene, de inmovilizar, de hacer permanente aquello que abarca, “hablen cartas y callen barbas” rezaba el dicho popular que pretendía darle a lo escrito un carácter fedatario al tiempo que se lo negaba a lo oral. Esto ha prendido en los canonistas de la cultura, y lo ha hecho a costa de tener a lo escrito, por su carácter de inmutable, por “palabra muerta”, reflejado a la postre en aquella historia que se cuenta de la Biblioteca de Alejandría cuando alguien dice, “déjala arder, sólo contiene palabras muertas”.
Pero también podemos ver en esa perdurabilidad de lo escrito un reconocimiento, una alta valoración de lo oral, precisamente por ser pasado a escrito. Isak Dinessen en ese bellísimo libro que es Out of Africa, nos cuenta como lo escrito cumple esa función de dignificar lo que hasta entonces sólo había sido oral.
«Pero dos días después Jogona volvió temprano por la mañana, cuando yo estaba escribiendo a máquina, y me pidió que escribiera para él la historia de sus relaciones con el niño muerto y con su familia. Quería llevarle el informe al Comisionado del Distrito de Dagoretti. Jogona me impresionó hondamente por su sencillez, porque se le veía muy afectado y no disimulaba sus emociones.
«Estaba claro que consideraba que su decisión era un paso muy serio y peligroso; sentía un temor reverente.
«Escribí aquella declaración. Me tomó mucho tiempo porque era un largo informe de acontecimientos que habían ocurrido hacía más de seis años y extremadamente complicados. Mientras hablaba, Jogona tenía con frecuencia que interrumpirse, volvía sobre las cosas y las reconstruía. La mayor parte del tiempo tuvo la cabeza entre las manos, golpeándose a veces gravemente el cogote, como si de allí fueran a salir los hechos. Una vez se levantó y apoyo la cara contra la pared, como hacen las mujeres kikuyu cuando paren.
«Hice una copia de ese informe. Lo sigo teniendo conmigo.
«Era muy difícil de seguir, estaba lleno de complicadas circunstancias e irrelevantes detalles. No me sorprendía que para Jogona fuese difícil de recordar. Lo más sorprendente era que hubiera conseguido reordarlo. Comenzaba:
«Cuando Waweru Wamai, de Nyeri, iba a morir»
Sigue con la descripción de lo ocurrido, que se resume en que el hijo de Jogona muerto, Wamai, era adoptivo y los parientes de la madre reclaman la indemnización de cuarenta ovejas que el padre del niño que había hecho el disparo se vio obligado a pagar.
«Cuando Jogona terminó su relato y yo terminé la transcripción, le dije que iba a leérselo. Se volvió como para concentrarse mejor.
«Pero apenas había leído su nombre, […] se volvió rápidamente y me miró con ojos chispeantes, tan llenos de alegría que transformaron al anciano en un chico, en el mismo símbolo de la juventud. De nuevo cuando terminaba el documento y leía su nombre, que figuraba como comprobación debajo de la marca de su dedo pulgar, me miró otra vez con expresión vivaz, pero esta vez más profunda y calmada, con una nueva dignidad.
«[…] Yo lo había creado y le había mostrado como era: Jogona Kanyagga para siempre. Cuando le entregué el papel, lo tomó respetuosa y ávidamente, lo dobló en una esquina de su túnica y se quedó con la mano allí puesta. No podía permitirse perderlo porque su alma estaba allí y aquélla era la prueba de su existencia. […]
«El mundo de la palabra escrita se reveló a los nativos de Africa cuando yo vivía allí.”
Son muchas las reflexiones sobre la oralidad y sobre la escritura que este texto me sugieren, pero siempre que lo leo me viene a la mente una pregunta: ¿Cuánto de grande sería el deseo de Jogona de poder leer por sí mismo el escrito? Tan grande como el de cualquier niño cuando sabe que los libros contienen historias semejantes a las que le cuentan oralmente. Cosa que, si no ha sucedido anteriormente, descubre cuando le cuentan o le leen una historia con el libro en las manos. Cuando a lo oral se une el dedo que recorre las palabras y las imágenes.
La comunicación oral es la forma primigenia de la comunicación literaria
Todos hemos acabado por caer en el prejuicio que nos llevó a valorar lo escrito por encima de cualquier texto oral. Permitidme que vuelva sobre esto, somos, al fin, grafómanos que otorgamos a lo escrito carácter literario sin más exigencia que la de serlo mientras que no otorgamos tal categoría a lo oral por más que lo demuestre.
La realidad demuestra con terquedad que esto no es así. No recuerdo en qué lugar he leído algo que cuenta Mario Vargas Llosa sobre una ocasión en la que entró en un café concert en Holanda y allí escuchó a un hombre que, sin más escenografía que una silla, narraba a los presentes sus viajes por el mundo y que estos relatos le habían parecido fascinantes. Según decía el propio Vargas Llosa, dos años después entró en una librería y encontró un libro firmado por el mismo hombre, con las mismas historias, y que resultaba de lo más aburrido.
Pero los canonistas literarios han puesto todo su empeño en ignorar la cualidad de literario para lo oral. Basta con decir que la expresión “literatura oral” acuñada por Sevillot en 1881, permanece aún más utilizada por etnólogos y antropólogos que por lingüistas, historiadores de la literatura o especialistas en narratología. Serán años después los formalistas rusos, particularmente Vladimir Propp, los que rescatarán la literatura de tradición oral de los abismos de lo “popular”.
Parecida suerte corre el cuento que, teniendo sus orígenes en los albores de la humanidad, sólo se incorpora al prestigio literario en el siglo XIX.
Me sorprende que no nos hayamos parado a pensar en la cantidad de textos literarios que nos han llegado por vía oral en estos tiempos en los que hasta los cuentos más genuinamente pertenecientes a la tradición oral han llegado a la mayoría de las personas por vía escrita y no por el camino de lo popular y lo oral.
¿De qué otra forma han llegado a nosotros los romances, las canciones, las fórmulas de los juegos, los cuentos populares desde la noche de los tiempos? Pero también han llegado a nosotros en la voz de cantores muchos poemas que de otra forma no hubiéramos conocido y, desde luego, todos aquellos que nacieron para ser cantados. Y no caigamos en la ingenuidad provocada por múltiples trampas que se han puesto en el camino del prestigio de la oralidad, de afirmar que aquellos relatos eran formal y literariamente simples, baste para desmentir tal disparate estético (y ético), reparar en los relatos bíblicos, en Las mil y una noches, en el Leabhar Ghabhala o en la Odisea y la Ilíada.
Y en terreno más cercano, no olvidemos, como ya he dicho anteriormente, las películas que en la infancia y en la adolescencia se hicieron narración oral para emocionarnos hasta tal punto que yo preguntaría a los presentes que hayan vivido tan fascinante experiencia, que me digan si ahora son capaces de distinguir perfectamente el recuerdo de las películas vistas entonces de las contadas por aquella amiga o amigo que lo hacía divinamente.
Quizá la característica más destacable de la oralidad y aquélla que yo más valoro se relaciona con su capacidad para que en nuestro recuerdo se unan lo oído y lo vivido, y ahí adquiere la categoría de experiencia, ya que la oralidad se relaciona más con lo que nos pasa que con lo que pasa, en tanto que lo importante no es el texto que se escucha sino la relación que el oyente establece con él.
Cuando esto se da en edades tempranas, en esos momentos de la infancia en los cuales el niño está tomando contacto con la palabra, con los cuentos que su madre le brinda, con las narraciones que la maestra le dedica, con las aventuras que sus amigos o amigas inventan… le permitirá más adelante mantener la misma relación con el texto leído que tuvo con el texto escuchado. La de no ir a la busca de un conocimiento exterior por muy útil que éste se le pueda presentar.
Por mucha información que le aporte un texto o por muy importante que lo considere si lo siente ajeno, si no le conmueve no se hará experiencia. Y es que lo oral como experiencia literaria se dirige a la subjetividad del individuo que escucha, porque tiene que ver con lo que él es, por eso se parece tanto a esos viajes que hacemos acompañados de quien ha viajado y sabe viajar. Y también por dirigirse lo oral a la subjetividad importa tanto en ello una forma de contar que no es una habilidad, una maestría aprendida sino la nacida de un incontrolable deseo de contar, de acompañar al niño en su viaje por un imaginario que se está formando.
Ahora cuando encamino mi reflexión sobre la íntima relación que existe entre la oralidad y la lectura y después de tanto tiempo y esfuerzo como he dedicado en mi vida a la didáctica de la lectura, después de vivir en primera línea los debates (estoy tentado de decir combates) sobre los métodos de aprendizaje de la lectura tan frecuentes en los años setenta, en los que los vencidos de un día eran los triunfadores del siguiente, para pasar a ser de nuevo derrotados en la siguiente jornada y así hasta el abandono o el hastío y todo para llegar a la conclusión de que todos los métodos son válidos y todos los niños aprenden a leer más o menos al mismo tiempo, alrededor de los cinco o seis años. Para acabar admitiendo que el aprendizaje de la lectura como descodificación, como técnica instrumental, es independiente del método que se haya empleado en su adquisición.
Pero ahora también estamos en condiciones de afirmar, y por ahí es por donde más hemos avanzado, que el aprendizaje de la lectura para hacer de ella un conocimiento, una experiencia, no es en absoluto ajeno al camino que se haya recorrido en la adquisición de su dominio.
Lo oral aporta, no desde un plano inferior sino anterior, a este aprendizaje elementos que serán esenciales en su práctica, me refiero a aquellos que permitirán al lector alcanzar a practicar una lectura más creativa y más personal: aquellos que están directamente emparentados con lo afectivo, con lo emocional y, especialmente, con lo imaginativo.
Busquemos para la lectura la misma actitud con que se escucha lo narrado oralmente que se hace desde las profundidades del corazón, desde las emociones y los sentimientos, poniendo el alma entera en lo que se lee como antes se ponía en lo que se escuchaba. Porque cuando se dejaba uno absorber por la intimidad de un cuento contado oralmente hasta confundirse con lo que se nos estaba ofreciendo, hasta dejar que se volcara en nuestro corazón otro corazón que se hizo próximo transportado en una voz, así la lectura es tener el valor de abrir nuestra intimidad a una intimidad que, hasta hace bien poco, nos era ajena.
La decisión de leer es la de que el texto se comporte en nosotros como lo hacían los cuentos oídos en la infancia, que el texto, como aquellas historias, nos diga lo que no comprendemos, lo que no sabemos, lo que desafía nuestra relación con el lenguaje, todo cuanto desequilibra nuestro propio ser. Y esto será así cuando en la lectura se dé algo que es consustancial con la oralidad, que se produzca en el lector la misma fuerte implicación emocional que se da en el acto de escuchar.
Después el lector también hará el mismo uso de las palabras leídas que hacía el que las adquiría escuchándolas, convertirlas en materiales para desarrollar nuevos pensamientos y nuevas experiencias. Y esto es lo que se espera que aprenda a hacer el mejor lector: convertir la lectura en una actividad de escucha, porque una vez superada la descodificación ya entramos en el terreno de la palabra y la palabra es la esencia de la oralidad.
Cada vez que escuchamos un cuento nos vemos en la necesidad de intuir las características implícitas de los personajes, tenemos que darles un aspecto físico, deberemos imaginar sus voces y, ya metidos en este juego, ir previendo el devenir de la historia que estamos oyendo.
Estoy hablando de una característica, muy propia de la escucha, y que es determinante en la permanencia de la atención a lo oído o a lo leído. Cada vez que escuchamos o leemos un relato, que es un discurso que transcurre en el tiempo, en primer lugar en el de la duración y continuidad de la narración y en segundo lugar en el interno de la narración, del hecho narrado, lo que llamaríamos tiempo de la ficción, es el que escucha o lee el que administra este tiempo narrativo y lo hace con saltos adelante que yo llamo anticipación, y que consiste en anticipar continuamente el tiempo de la ficción. A esta anticipación se corresponde siempre, o bien una constatación del hecho anticipado, porque ha sucedido tal como esperábamos (anticipábamos) o bien la corrección, porque lo sucedido no se corresponde con lo que hemos creado y nos obliga a recomponer el relato que se está construyendo en nuestra imaginación, que es el lugar en donde sucede realmente la narración que escuchamos o leemos que es un constructo nuestro, de ahí la necesidad de la anticipación para que el relato se instale en nuestra experiencia y la modifique.
Esta anticipación, además, funciona como instrumento de selección (y “crítica”) de la narración. En el caso en que nuestra anticipación se va viendo confirmada o corregida de una forma, más o menos, equilibrada o conforme con el equilibrio que se ha formado por medio de nuestra experiencia y competencia de escucha, seguimos con entrega y atención la narración. Ahora bien, en el caso en que nuestra anticipación se vea continuamente desmentida por la narración, creando en nosotros una sensación de incompetencia imaginativa que nos lleva al abandono de la escucha o de la lectura. En el caso contrario, aquél en el cual nuestra anticipación se ve continuamente confirmada por el relato, nos sentimos impulsados al inmediato abandono de una narración tan previsible, tan incapaz de sorprender nuestra imaginación, que no suscita en nosotros interés alguno.
Es en este territorio de la anticipación donde se hacen los seres que gustan de las historias narradas, tanto orales como escritas. Y lo es porque en ese territorio es en el que la historia narrada se encuentra con la persona que escucha (y ahora podríamos distinguir al que está en un acto narrativo oral o escrito) en el lugar en donde se realizan, en donde suceden las historias que aprehendemos y lo es porque en esta anticipación es donde ponemos en juego toda nuestra subjetividad, es el punto en el que se hace íntima la relación entre el texto y la subjetividad. En ese punto es posible que lo escuchado se resuelva en experiencia, entendiendo ésta no como algo que pasa, sino como algo que nos pasa.
Y pensar la escucha como experiencia formativa hace que se difuminen los límites entre lo imaginario y lo real, entre el conocimiento y el sujeto que conoce. La imaginación une lo que percibimos sensiblemente con lo que comprendemos intelectualmente. Porque, decidme, ¿alguien es capaz de concebir el conocimiento sin el concurso de la imaginación? Nihil potest homo intelligere sine phantasmate.
Y la narración se hace en la escucha, fuera de ahí no tiene razón de ser, no es nada. Comienza a ser en la íntima relación entre texto y subjetividad y eso da en una experiencia formativa que es personal y distinta, porque sabemos todos bien que dos personas que se enfrentan al mismo acontecimiento no construyen la misma experiencia.
La primera experiencia lingüística reside en la sonoridad de las palabras
En la metodología tradicional del aprendizaje de la lectura primero se aprendía el alfabeto –las letras, se decía–, luego la palabra y por fin se llegaba al discurso, que en nuestro caso es el discurso narrativo. La oralidad literaria hace el camino inverso al comenzar con la narración como unidad dotada de vida propia, se sigue con la palabra como significante de todo cuanto nos rodea, para terminar con el fonema como elemento unitario, primitivo, carente de significado, pero cargado de posibilidades.
Ninguno de los presentes ignoramos el gusto de los niños por la escucha repetida de la misma historia en la cual manifiesta una acusada tiranía por la fidelidad formal a la primera versión. Casi se podría establecer una ley que podríamos denominar “ley de la conservación de la forma primigenia de la narración”, y cuya formulación sería algo así como: “Toda narración oral contada a un niño o a una niña menor de cinco años, tiende a fijar su forma en la memoria del oyente y a conservarse inalterable a través del tiempo”.
Incluso me he atrevido a proponer una fórmula matemática que cuantifique ese “índice de conservación de la narración primera”, al que llamé N y que sería igual a la suma de las imágenes perdurables que contenga la narración más las palabras memorables que se usen en el acto narrativo, dividido por la diferencia entre la edad del niño o la niña menos el tiempo transcurrido desde la primera narración, y este cociente multiplicado por una constante, k, que mide el deseo de contar del adulto que asume este papel.
La narración oral es la primera experiencia literaria del individuo y, consecuentemente la primera experiencia de lenguaje literario. Incluso se podría hablar de experiencias superpuestas, ya que el propio lenguaje es en sí mismo una experiencia. Es muy probable que ahí, en ese carácter de experiencia literaria que tiene el hecho de escuchar una narración oral, se encuentre la explicación a esa tendencia a fijarse en la memoria que tienen las imágenes y las palabras y a permanecer a través del tiempo.
En repetidas ocasiones le oí contar al escritor catalán Joan Manuel Gisbert la anécdota del niño de edad preescolar que, después de escuchar a la maestra contar un cuento de una forma un tanto apresurada le reclamaba: «Chelo, te has olvidado de ‘la fastuosa comitiva’».
O lo que cuenta la escritora portuguesa Alice Vieira, que recordaba como un cuento que le habían contado en su infancia contenía una palabra que la tenía absolutamente fascinada y emocionada. Se trataba de la palabra portuguesa (y gallega) bufarinheiro.
En mi primera infancia hay también una palabra mágica aprendida en un cuento que contaba mi madre, se trata de la palabra faísca, que ponía, y aún pone, un cielo de estrellas sobre la forja del herrero.
¿Alguien puede dudar que este efecto mágico de las palabras no es el mismo efecto saludable y salvífico que se da (o se ha de dar) en la lectura?
Si todavía permanece en nuestra memoria algunas de aquellas historias oídas hace tantos años es, no lo duden, por la capacidad evocadora que esas palabras tienen todavía, que, poco a poco, van rescatando las imágenes que se grabaron con fuerza en el momento gozoso de escuchar de la narración. Y es la fuerza de esas palabras, de esas imágenes y de esos símbolos lo que ha hecho que permanezcan generación tras generación las más memorables de ellas, lo que hace que se repitan, que se imiten, que se pronuncien y se reescriban, que se vayan convirtiendo en mitos y que tengan tanta fuerza que son capaces de pasar a formar parte de la concepción del mundo que cada uno de nosotros tenemos.
Por eso es tan importante saber que el lenguaje con el que se cuenta una historia es el único instrumento literario para la creación de esas imágenes y de esos símbolos. Y que, al mismo tiempo, se está iniciando un proceso de incorporación de los niños a uso poético de la palabra.
Por eso es muy importante que el que narra sea consciente y responsable de las posibilidades de la acción que está realizando al poner delante del niño oyente la importante herramienta de la palabra con todo su poder creativo, que no piense que la simplificación del léxico y el empobrecimiento de las imágenes harán más eficaz e inmediato el proceso de proyección.
Los cuentos nos hablan de lo no conocido, de lo no sabido y así nos inician en la vida. El narrador es un creador de espacios de ficción. La historia contada va provocando la creación de imágenes que habrán de funcionar como metáforas simbólicas que comenzarán a ser en el momento en el que la narración se cierre.
Es mucho después cuando vamos a comenzar, si no a comprender, sí por lo menos a barruntar aquella (y ésta) necesidad de la ficción, porque puede que sea la única forma posible de organización de la realidad caótica en que vivimos. La única esperanza que nos queda es pensar que por medio de los cuentos podremos dotar a esa realidad de algún sentido.
Hay un clamoroso silencio que nos empobrece
Por extracción social, por edad y por mi crianza en el medio rural pertenezco al grupo de los que han pasado su infancia y su adolescencia en ese caldo de cultivo de la oralidad. A mi lado durante mis primeros pasos en la vida siempre estuvo un ser amable que me contaba las más fascinantes historias. Me vi acompañado de aquel narrador que cumplía con dignidad el destino marcado por la etimología de su nombre que procede de gnarus, el sabedor, el que conoce. Porque era el que guardaba las historias que nos definía, que nos explicaban.
Estoy seguro de que con aquellas historias me hice lector desde antes de aprender a leer y por eso ahora estoy convencido de que todo niño que se crio con cuentos e historias que le han llegado en las voces del hogar, será ya para siempre un adicto a la palabra, y andará por la vida buscando qué meterse en el alma.
Aquellas historias tenían funciones muy claras y definidas que eran ecos del primer relato que se dio allá cuando nacía el fuego para la comunidad. Se contaba para comunicar (el cazador de hace 100.000 años hacía relato de su viaje de caza); se narraba para afirmar el grupo, para pasar del yo al nosotros (que es el yo más la palabra); para transmitir la cosmovisión del grupo, lo que luego llamaremos cultura y, también para entretener… El narrar era un acto grupal que, a medida que se fueron afianzando los subgrupos, se trasladó al hogar y a la familia. Allí se refugiaron las voces.
He dicho las voces del hogar, de un lugar que cambió su sonoridad verbal por el bullicio que, no sólo sustituye, sino que tapa, que cubre, que entierra. Nunca tan llenos de sonidos estuvieron los hogares: voces múltiples que llegan de afuera por antena o por cable, voces guardadas en cintas o discos, a lo que hay que unir los más diversos pitidos y zumbidos… y aun así nunca tanto como ahora estuvo ausente del hogar la palabra.
No es extraño que al verse inundados por los sonidos que llegan del exterior los hombres y mujeres del hogar se hayan callado, se hayan sumido en un silencio voluntario sin por ello descreer del valor de la voz y la palabra, lo que ha ocurrido es que la han entregado a la escuela y a los medios audiovisuales de comunicación. Son muy conscientes de que sus hijos no pueden vivir desasistidos de la palabra, pero han dimitido de su obligación de transmitirla. De esa forma la palabra, que era herencia, pasó a ser aprendizaje.
Incluso me atrevería a decir que los padres han abdicado totalmente de que sus hijos a su lado aprendan. Una parte de ellos lo han hecho porque tienen a la escuela por el único lugar, el más especializado y valorado, para la adquisición de conocimientos, pero no deja de haber un considerable número de ellos que lo han hecho por simple dejación de su función educadora.
La escuela, puesta en esta situación, ha tomado para sí toda una serie de aprendizajes y destrezas que los padres han abandonado.
Entre ellas y una de las que más claramente la sociedad abandonó y la escuela recogió para sí la responsabilidad de recuperarla, preservarla y potenciarla es todo cuanto se relaciona con la tradición y el folclore, especialmente la oralidad, la tradición oral.
Pero yo creo firmemente en el valor de los nuevos territorios de la narración, de los lugares en que se da a la palabra la oportunidad de hacerse vehículo de los sueños, porque como dijo Álvaro Cunqueiro, necesitamos soñar como necesitamos comer o beber agua, porque el ser humano no puede vivir desasistido de la palabra, que es vivir desasistido de los sueños. Y esos territorios son hoy la escuela (ciertas escuelas) y la biblioteca, que ambas han abierto sus puertas a la narración oral, cuando siempre habían sido tenidas por el lugar de la palabra escrita y sólo escrita. De la sombra de una sombra.
Conclusiones
¿Qué me gustaría a mí dejar ahora aquí para la reflexión y el debate?
Dejadme que dedique estos últimos minutos al objeto de la narración que es el cuento (y no soy capaz de acotar hasta dónde la palabra cuento me lleva, porque siempre que creo ver el límite, encuentro algo que me dice “yo también soy un cuento, yo también soy un producto de la imaginación”).
Los cuentos son lo más grande que hay en el universo, nada los supera y nada los hace prescindibles, por más que parezcan siempre innecesarios, y esto es así porque ellos contienen la totalidad del saber humano. Nada hay en el conocimiento humano que no esté en un cuento. Repito que narrador es una palabra que procede del latín clásico gnarus y que designaba al sabedor, al conocedor, al sabio, por el contrario el ignarus era el que no sabía, el que ignoraba.
El que más cuentos conoce es el más sabio, aquél que sepa todos los cuentos albergará en sí toda la sabiduría del universo y del tiempo. Si existe Dios será un ser que sabe todos los cuentos, o, visto desde otro ángulo, aquél que conozca todos los cuentos será Dios. (Al final un ser que habló a los humanos por medio de cuentos).
Mas en ausencia de Dios nos afanamos en crecer como seres cada vez más sabios por medio de la narración que ayuda a poblar nuestro imaginario de “personitas” como cuenta Eduardo Galeano en “El libro de los abrazos”:
“Ese hombre, o mujer, está embarazado de mucha gente. La gente se le sale por los poros. Así lo muestran, en figuritas de barro, los indios de Nuevo México: el narrador, el que cuenta la memoria colectiva, está todo brotado de personitas”.
Quedémonos con todo lo que los cuentos aportan a quien los escucha y a quien los cuenta.
- Los cuentos ayudan a crecer
- Ayudan a crear el mundo interior.
- A poner nombre a las cosas.
- A poner nombre a nuestros sentimientos.
- Ayudan a transgredir, a crear un pensamiento independiente.
- A buscarnos en los demás.
- Ayudan a escuchar y esto es tener en cuenta al otro.
- A crear la necesidad de buscar todos los reflejos que las superficies limpias puedan darnos.
- A crear la relación que en el futuro tendremos con el arte.
- Nos ayudan a que nuestros deseos sean más grandes que la realidad. Dice Tolkien: “Los cuentos de hadas no responden a la realidad de que algo acontezca, sino al deseo de que acontezca”.
- Nos ayudan a buscar cuentos y más cuentos hasta dar con las claves de nuestra vida y del mundo. Repito, a buscar, jamás diría a encontrar.
Todos nacemos con la necesidad de que nos cuenten cuentos inscrita en nuestros genes. Y esa necesidad es constante e inmutable a lo largo de toda la vida.
Por eso la vida es una búsqueda continua de dar satisfacción a esa necesidad, y lo iremos haciendo de diversas formas. Hay quien agarra las historias en el cine, hay quien lo hace en la música, otros en la televisión, muchos en la conversación o en la taberna. Los hay que buscarán satisfacer su apetito en las palabras que aprendieron cuando comenzaban a saciar su ansia de historias, aquéllas que resuenan en los cuentos de la infancia, esas escuchan (o leen, que la lectura como escucha ha sido de lo que he querido hablar aquí hoy).
Y como la vida tiene una rara tendencia a curvarse sobre sí misma, a ser circular, en la vejez, como en la infancia, regresamos a la repetición de las historias, al cumplimiento de la Ley de conservación de la forma de la narración primigenia, y después de pasarnos la vida a la búsqueda y conquista de nuevas historias, deseamos las más viejas, porque las vemos las más hermosas.
Chesterton decía:
“Mi primera y última filosofía, aquélla en la que creo a ciegas, es la que aprendí en el parvulario: las cosas en las que antes creía y en las que creo ahora son los cuentos de hadas”.
Será que siempre querremos escuchar (o leer) aquello que hemos escuchado porque cada lector busca su historia, ya que cada uno ha escuchado su propio texto.
El que ama los cuentos y habita en ellos, habitará en la lectura, porque nuestra formación implica necesariamente nuestra capacidad de escuchar o de leer aquello que alguien quiera y tenga que decirnos.
Hagamos pues todo lo posible por recuperar esa capacidad de escucha que nos ayudaría a instalarnos en armonía con nuestro pasado al hacernos depositarios y, como tales, transmisores del antiguo tesoro de la palabra y de la representación del mundo que ella nos otorga.
San Millán de la Cogolla, 27 de junio de 2015