Hay personas que cuentan para ganarse la vida, otras por afición, otras de manera circunstancial, y seguramente algunas o muchas no saben por qué o para qué cuentan. Para muchas, cuenten por lo que cuenten, o para lo que cuenten, o para quien cuenten, el acto de contar será innumerables cosas: un instrumento, un medio, un cauce, una medicina para el alma, un maná de palabras e imágenes, un sueño... Y además de todo esto, será un acto de amor. Si bien esto último puede que ni ellos mismos lo sepan.

Cuando contamos no estamos sino entregándonos al otro, desde nuestras limitaciones, desde nuestras habilidades, desde nuestros fracasos e ilusiones, contamos la vida, la nuestra o la de otros, y la contamos porque nos sentimos atraídos por el otro, sea el otro un bebé en el regazo o un teatro abarrotado. Buscamos el encuentro y la unión con el otro ser. Y en esta búsqueda, en este galanteo, nos ponemos guapos, limpios y aseados para agradar al otro. Buscamos el vestuario que mejor nos sienta o mejor nos hace sentir. Buscamos la historia que nos enamoró y que creemos que nos va a permitir hacer el amor al otro.

Llevo muchos años contando y desde siempre pensé que este oficio es de los más arriesgados que hay. Y no me estoy refiriendo a que sea duro y que incluso te pueda ocasionar la muerte, como ocurre en otras profesiones. Me estoy refiriendo a que el que cuenta se expone al que escucha, se expone a ser abrazado o rechazado, se expone a amar y ser amado. Nos desnudamos en cada sesión, en cada cuento. Y aunque ni tú ni el que escucha hayáis pactado previamente amaros, esto puede ocurrir.

Cuando el papá o la mamá cuentan en el ámbito doméstico, ¿no están acaso amando al otro? Cuando en la escuela o la biblioteca el adulto cuenta a los más pequeños, ¿no está buscando el amor de los otros? El amor al cuento, el amor a la palabra dicha, el amor al libro, el amor a la lectura. Cuando el narrador profesional cuenta, ¿no está sino haciendo el amor?, ¿no está enamorándose? En todos los casos estamos contando por amor.

Pobre del narrador que cuente sin amor porque con la técnica solo no se sostiene el cuento. Podrá engatusar, fingir y hacer que ama, pero no amar. El amor mueve el mundo. El amor mueve las palabras. El amor revela las historias al amor de la lumbre, es decir, se despiertan las pasiones y los miedos ante un fuego amigo que permite contar al lobo sin que este esté frente a nosotros, que permite acariciar otros cuerpos y desearlos sin apenas tocarlos… porque el fuego es pasión.

Cuando cuento con mi compañera de oficio, Carmen Fernández, siento que estamos enamorándonos de nuevo, siento ese amor de juventud, son muchos los años juntos, como un amor verdadero. Muchos años de amor y compañía en los que hemos pactado, hemos llorado y cantado juntos, en los que nos hemos enamorado del oficio y de los otros. Y lo mejor de todo es que no tenemos celos porque es un amor compartido.

Termino aquí estas palabras sobre contar y amar, y no me resisto a parafrasear los tres últimos versos del soneto que Lope dedica al amor y gritar que contar es

creer que un cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño;

esto es contar, quien lo probó lo sabe.

 

Manuel Castaño