Cuando narramos una historia se establece una relación entre el narrador y los otros, y digo muy a propósito “los otros” porque lo que me parece interesante es discurrir sobre el papel del narrador en la sociedad y no solamente ante aquellos ciudadanos que efectivamente asisten a un espectáculo de narración.
¿Qué relación hay entre el narrador y los otros?
Esta pregunta me acompaña en mi trabajo, me ronda en ensayos, escenarios y cursos. Recorrer los caminos del arte de narrar historias acompañado de una buena pregunta nos mantiene atentos, los ojos abiertos, el espíritu disponible. Las respuestas en ocasiones son peligrosas, sobre todo aquellas compradas en los supermercados de las ideas fáciles que no hacen sino zanjar cuentas y cerrar la puerta a un posible debate.
Prefiero imaginar una respuesta abierta, como un inacabable “puzzle” del que poco a poco se van encajando piezas y definiendo espacios. Si me lanzo pues a esbozar una suerte de respuesta es (que así se entienda) con el ánimo de enriquecer y provocar el debate. No de cerrarlo.
He aquí dos espacios que distingo en nuestro “puzzle”.
El primero trata de la representación que nos hacemos del espectador.
Un cuento narrado sólo toma vida cuando quien lo escucha lo completa con el poder de su imaginación. Decimos “castillo” y un castillo único aparece en la mente de cada espectador; sin el concurso de su imaginación el narrador tendría que mostrar el castillo, reproducirlo, y ello, estaremos todos de acuerdo, es la negación del principio de narración. A mi juicio la imagen del espectador como cómplice y co-creador del cuento debe prevalecer sobre esas otras que impone la lógica del mercado como son la de consumidor y cliente. El espectador es un partenaire, debemos ser exigentes con él y confiar en su inteligencia y sensibilidad. Es la única manera de respetarlo. El espectador tiene por tanto su parte de responsabilidad, y si un narrador debe cultivar el arte de narrar, podríamos decir que el espectador debería cultivar el arte de escuchar.
El segundo espacio “puzzleriano” hace referencia a la función social de quien decide narrar ante los otros.
Hace algunos lustros leí El hablador de Vargas Llosa. El tiempo ha difuminado el recuerdo de esa novela y los trazos que retengo no sé muy bien si pertenecen a la novela o al fruto de mi imaginación.
En esa novela, las tribus de la Amazonia peruana esperan al hablador, esto es, a “la persona que narra”. Cuando llega a un poblado, todos interrumpen sus actividades para escucharla. La persona que narra cuenta el parto acontecido en otro valle, narra la inundación de un poblado o una muerte llorada. En su relato se mezclan las divinidades, el origen de las cosas y los acontecimientos recientes. La persona que narra mantiene la tradición viva y la une a los asuntos cotidianos de suerte que el origen del mundo y el recién nacido se dan la mano.
Cuando la narración llega a su fin, la persona que narra escucha a los otros, escucha hechos y anécdotas que alimentarán futuros relatos. La persona que narra volverá a desaparecer en la selva, ella conoce los senderos que unen los valles, conoce los lugares más recónditos, conoce a sus gentes y sus diferentes dialectos, y como sus gentes sabe descifrar en el viento y en el vuelo de las aves las futuras tormentas. Para alimentar sus relatos no se sube a una cumbre para pedir a la luna y a las estrellas qué debe narrar a la próxima tribu. Sus historias de nutren de las historias que le cuentan, de voces, de cantos, de risas y llantos. La persona que narra, no por ser quien narra tiene más bocas que los otros. Tiene dos orejas, dos ojos, dos manos, una nariz y, como los otros, una sola boca. Por esta proporción de siete a uno, cada palabra que dirá habrá sido alimentada siete veces tocando, mirando, sintiendo y escuchando a los suyos.
Sería más justo llamar a la persona que narra, la persona que observa.
Los narradores y narradoras deben ser esa persona que observa y porque observa, narra.
Entender al narrador como un observador me parece fundamental. No es posible pensar que narrar un cuento consista en subirse a un escenario y decir palabras. La persona que narra, lo quiera o no, está representando el mundo, su mundo, debe entonces conocerlo íntimamente, debe informarse y formarse, leer a sus poetas y escritores, conocer la tradición y sus lugares más recónditos, saber qué le ocurre a su país, a su ciudad, a su vecino y, por qué no, contemplar la luna y las estrellas.
De la novela recuerdo o creo recordar un detalle que dedico a aquellos (i)responsables de la política cultural de nuestros países que confunden el arte con una mercancía sujeta a la implacable ley del mercado y de la competitividad: Si un forastero pregunta a los indios dónde está la persona que narra, nadie responde, nadie cuenta cuándo pasó ni cuándo volverá a pasar, nadie dice siquiera si existe o si se trata de una leyenda. La persona que narra es preservada como un tesoro. Los indios la protegen como todo pueblo debería proteger su memoria.