gallego

“La más antigua y poderosa emoción de la humanidad es el miedo,
y la clase más antigua y poderosa del miedo es el temor a lo desconocido”.
H. P. Lovecraft : “El horror sobrenatural en literatura”

“La soledad y el miedo agrandan las sensaciones
Y hacen ver cosas que no hay ni hubo nunca”

Ánxel Fole: “Os contos da néboa”

Literatura de terror y oralidad
Puestos a hablar sobre la literatura de miedo o de terror habría que comenzar por tener en cuenta que la primera relación que existe entre la literatura y las historias de miedo se da en ese punto en el que ambas cosas, literatura y miedo, se relacionan con la oralidad. En realidad, como ocurre con cualquier tema literario, antes de la plasmación escrita de una historia con la intención de producir miedo en el lector, es posible rastrear la larga huella que dejó cuando alguien contaba lo que le sucedió una noche en un camino. Esta narración se hacía sin más intención que la de compartir la experiencia con los que escuchaban, como forma de ahuyentar su miedo, más que como deseo de provocarlo en los oyentes.

Estas historias orales sostenían su valor narrativo en la veracidad (antes que en la verosimilitud),  aunque ésta estuviese avalada tan solo por la autoridad del narrador, que hacía creíbles los hechos narrados. En estos casos se volvían  materia literaria al sustentarse en sus elementos fundamentales: lenguaje y narración.

Estas dos características literarias de oralidad y veracidad son las que le dan su clave comunicativa más definitoria: la identificación. Cuando nos sentimos identificados con aquel que nos cuenta su miedo entonces lo sentimos como propio. Y los miedos compartidos se hacen más soportables. Estos miedos reconocibles provocan en el oyente (lector) una complicidad inevitable al ver cómo nuestro miedo circula por la misma geografía, por idéntica meteorología, en la misma oscuridad y con la misma música. Entonces en el miedo literario reconocemos nuestro propio miedo, porque esta identificación actúa como medio para despertar nuestros miedos olvidados; miedos personales, individuales, intransferibles, incompartibles; miedos enormes en los que también da miedo el propio miedo. 


¿Con qué mimbres se construyen los cuentos de terror?
La literatura de terror o de miedo se dirige al lugar de la mente donde reside este sentimiento y lo cerca. Lo sitia como un castillo que se ha de tomar y para eso ha de ser rendido después del necesario asedio y ataque con toda clase de armas literarias. 

Ese castillo en el cual se resguarda el lector se vencerá al producirse el desequilibrio emocional que permita al miedo abandonar su guarida e inundar las emociones del lector, eso sí, compensándolo con una sensación de placer parecida a aquélla que nos provocábamos de niños cuando girábamos velozmente buscando la sensación de mareo, de pérdida del equilibrio físico que, producida por causas naturales, nos asustaría y, de esta forma, se convertía en juego. 

Los instrumentos narrativos de que se alimenta la literatura de terror son todos diversas formas de lo desconocido y proceden en su totalidad del más allá, por eso guardan una relación de intimidad con la muerte. Cualquier otro tema, asunto o trama serán subsidiarios de éste. Sus formas de presentarse son diversas, aunque las dos más frecuentes son cuando la muerte es una presencia sentida, no visible, o bien la directa presencia de los muertos. 

El miedo que nos produce la presencia no explícita de la muerte en un relato se relaciona directamente con el miedo a lo desconocido, con el miedo a la desaparición y a vernos arrastrados a lo desconocido. Mientras que cuando pensamos en vernos en presencia de un muerto el miedo que nos asalta es el producido por el pensamiento de que no esté muerto o, por lo menos, no muerto de todo. Nos asusta que abra los ojos, que se levante, que nos llame por nuestro nombre. Si tuviésemos la certeza absoluta de que está totalmente muerto no sentiríamos miedo ninguno. 

Dos de los personajes más destacados y terroríficos de la literatura de terror, Drácula y Frankenstein, no son más que muertos que regresan a la vida. Drácula en su sepulcro y en su muerte diurna no produce miedo, casi todos estaríamos dispuestos a acercarnos a él y clavarle la mortal y definitiva estaca en el corazón. Frankenstein está hecho de pedazos de vida inoculados a un muerto. En ambos casos lo que nos asusta es su despertar. 

Es el regreso desde la muerte lo que provoca en nosotros el mayor de los terrores, porque es el regreso desde lo desconocido y siempre lo asociamos al mal. Desde Homero, Virgilio o Dante sabemos que el viaje al más allá siempre se dirige a los infiernos y lo asociamos con un descenso. Los muertos regresan para llevarnos con ellos (la tradición oral está repleta de ejemplos) y si no nos llevan nos dicen cosas espantosas nos hacen profecías aterradoras. La iconografía de la propia muerte es la de un muerto resucitado: osamentas descarnadas y seres de palidez cadavérica.
Los ingredientes que llenan el puchero de la literatura de miedo son los mismos con los que nos cocinamos la idea que tenemos de la muerte, está claro. Tenemos la oscuridad por la “luz” de la muerte (nótese que toda la literatura que, cargada de cierto “angelicalismo”, pretende dar testimonio del tránsito de la vida a muerte, lo hace conjurando la oscuridad y presentándola como un camino cara a una cegadora luz blanca). La oscuridad se acompaña de diversos tópicos que la resaltan: luces que agonizan, velas que se apagan, candelabros que deambulan.
Pero tan importante es la oscuridad como lo es la presencia repentina de la luz intensa que permite al personaje, merced a un relámpago, la identificación de peligros en medio de la noche. Los contraluces de personas en puertas y ventanas imposibilitan su identificación, convirtiendo a cada ser visto de esta forma en un peligro potencial. 

Las sombras se mueven y cambian su configuración, alargándose o contrayéndose, lo que convierte las cosas en seres animados y autónomos.
Las luces que en la noche se trasladan, salen de los cementerios, nos siguen o nos atraen y que son las ánimas que se incorporan al estadio en el que habrán de recorrer el mundo con sus vestidos blancos y luminosos portando en sus manos candelas encendidas. 

El viento que zumba o silba pone en el relato la música de los peligros que nos aguardan en el exterior. El rechinar de una puerta que comienza agudo como un quejido humano y después se alarga y se hace grave como la persistencia de un peligro. El chirriar de las tablas del suelo que acompaña nuestros pasos sin poder identificarlo como propio o ajeno. Estos sonidos repetidos, acompasados, rítmicos convertidos en elementos narrativos de la narración de terror, recuerdan antes a la música que al simple ruido. El sonido de unas pisadas al compás de las nuestras constituye una música que viene de atrás. La escuchamos mientras andamos y calla cuando paramos. Se renueva cuando reemprendemos la marcha. Si apuramos, la música cobra un molto vivace que golpea más dentro de nuestra cabeza que en las piedras del suelo. Los otros pasos se nos acercan cada vez más con su aterrador crescendo que comienza con un piano, pasa a un forte, para, a continuación, hacerse un fortissimo cuando ya los tenemos encima, inevitables...
¿Y los sonidos de la noche? Cuando oscurece y mueren los ruidos del día, renacen miles de sonidos que vamos identificando como pasos que se acercan, cuerpos arrastrados, respiraciones, arañazos, rozamientos de vestidos... que resuenan dentro del lector sugeridos por el lenguaje que es la esencia de la literatura. Y los gritos, que nos recuerdan insistentemente que los muertos no lo están del todo. 

Añádase a todo esto un elemento de más delicada y fina maestría cuyo acercamiento a la literatura de miedo es fundamental para hacer de ella un género en el cual fueron posibles las más altas cotas literarias. Me refiero a esa mayor eficacia narrativa de la literatura de terror que consiguen aquellos autores y narradores capaces de instalar el elemento terrorífico en la mente del lector o del oyente y que, así, funcione la narración en ausencia textual de tal elemento. Esta forma de articular todo el relato en función de lo innombrable, de aquello que no verbalizamos porque con sólo decir su nombre suceden acontecimientos irreparables, dio a la literatura de terror sus más altas y canónicas obras. Cualquier ejemplo valdría, se encuentran en Poe, Lovecraft o Machen (y me limito a citar los inconmensurables), pero tomaré un cuento de terror contemporáneo que utiliza este instrumento narrativo de forma magistral. Me refiero a “Casa tomada” de Julio Cortázar. No sabemos qué o quién tomó la casa en la que vive el protagonista, pero su temor nos contagia de tal forma que habitamos su angustia y vamos cediendo terreno ante esa presencia no identificada que lo desaloja a él y a Irene, su esposa. Cuando el relato acaba seguimos aterrorizados por aquello que tomó la casa, pero seguimos sin saber qué fue. 

Pero el reinado del tema de la muerte en la literatura de terror es compartido con una forma de desaparición (muerte) que es la transformación, la mutación de un ser humano en otro ser. Este proceso de metamorfosis se nos presenta de diversas formas y con diversos resultados: unas veces será un mamífero como en las historias de licantropía; otras en un insecto como en “La metamorfosis” de Kafka o “La mosca” de George Langelaan; algunas en peces como en “La sombra sobre Innsmouth” de H. P. Lovecraft. Pero de entre todas ellas, siento un especial aprecio por “El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde” donde Stevenson alcanza las cimas de la literatura de terror haciendo que sean las alusiones al ausente Mr. Hyde por parte de otros personajes lo que llene nuestro miedo. 

A veces la transformación se produce en una piedra que se convierte en algo intangible que habita un pozo y se manifiesta sensorialmente en color, como sucede en “The colour beyod the space” de H. P. Lovecraft. Seres humanos que se transforman en masas informes que conservan mínimas características humanas en el medio de una “oscura y pútrida masa, cubierta de corrupción y odiosa podredumbre, ni líquida ni sólida, sino mutando y cambiando”, como ocurre en “La novela de los polvos blancos” de Arthur Machen. 

Y por encima de todo eso está siempre sobrevolando la presencia del mal, que nos lleva a la muerte, sea a la física o sea a la que nos transforma en inhumanos como sucede con Mr. Hyde. O el mal que se encarna en seres humanos para instalarse en el mundo (“Rosemary’s baby” de Ira Levin o “Alien”, película de Ridley Scott con guión de Dan O’Bannon).
En fin, hasta aquí algunos de los elementos narrativos que los maestros nos legaron. Es con ellos y con otros muchos con los que se continúa la tradición de la literatura de terror. De esos cuentos que cuando se encarnan en un buen narrador, éste los va echando fuera de sí mientras los cuenta. Y lo hace como si estuviese clavando en el corazón de cada una de las personas que lo escuchan pedazos de su alma atemorizada y rota polos acontecimientos que narra, alma que está a punto de abandonar el cuerpo que la alberga.

 

Xabier P. DoCampo

trad. Charo Pita