Desde que era muy pequeña tuve la intuición de que todo, el mundo y yo, éramos ritmo. La respiración, el parpadeo, los latidos del corazón, cada paso que damos, el tic tac del reloj que marca el tiempo, los gestos periódicos que rigen algunos trabajos, como por ejemplo, escribir a máquina o a ordenador, es decir, la gran mayoría de nuestras accionas se mueven a impulsos más o menos regulares, tienen ritmo. Incluso en un arrebato adolescente llegué a imaginar que cada persona sería, por decirlo de alguna manera, “especialista” en acoplarse a determinados compases y que su bienestar dependería de su capacidad para preservar ese pulso natural suyo frente a los impuestos por las circunstancias externas o por otras personas. Vamos, que la felicidad vendría dada por el hecho de encontrar y mantener en cada momento la cadencia vital adecuada, aquella consustancial a la naturaleza de cada uno.
Imaginaciones aparte, nadie puede discutir la base rítmica y, aun tiempo, melódica de la narración oral, amplificadas ambas cuando se cuenta con música.
Curiosamente, desde mis inicios como narradora he trabajado repetidamente con músicos. Naturalmente la manera de concebir el trabajo y la relación con las melodías y con sus intérpretes han ido variando con el tiempo.
Para acotar el tema de este artículo, me gustaría ceñirme exclusivamente a los efectos que la música instrumental interpretada en directo puede tener sobre un narrador, un cuento o una sesión. No entraré a analizar la cuestión desde el punto de vista de la música vocal o de la grabada, que dejaré para otra ocasión.
Cuando se cuenta una historia ante un auditorio, de alguna manera se entra a formar parte de una burbuja comunicativa en la que encontramos los siguientes actantes: el emisor encarnado por el narrador, el receptor por los oyentes; el mensaje o historia; el código o sistema de signos a través del cual se va desgranando la historia; el contexto o espacio en la que el evento tiene lugar; y por último el canal a través del cual se transmite el mensaje que en este caso sería el aire.
En el momento en que la música entra en juego, este esquema comunicativo sufre una serie de ajustes: paralelamente al mensaje estructurado por el lenguaje en forma de cuento aparece un nuevo código, el musical, con un nuevo mensaje que no se articula gramaticalmente y que en lugar de denotar, de hacer referencia a una realidad significativa, refuerza el ambiente a nivel emocional. Naturalmente el cuento también posee un potencial de este tipo. Lo que hace la música es crear la atmosfera propicia para amplificar esas sensaciones, para conmover al público, esto es, ayuda a que las emociones de los oyentes se muevan a la par que las del relato fomentando la empatía entre ambos.
A lo largo de una sesión de cuentos podemos utilizar la música de maneras diferentes:
1.- Simultánea a la narración, acompañándola. Tendríamos aquí un claro ejemplo de banda sonora aplicada al cuento. En este caso, la música queda exclusivamente supeditada al relato y al uso que hace de él el narrador. Para que el acompañamiento sea efectivo, es muy importante que haya una sintonía entre todos los intérpretes. Realmente, estamos asistiendo a un concierto en el que el cuentero es el solista y en donde los engranajes de la historia y los de la melodía deben estar vinculados en aras de un resultado concreto (ese resultado puede ser el de acentuar emotivamente lo narrado, el de hacerle de contrapunto rítmico…).
Si bien es verdad que las palabras adquieren una gran fuerza y resuenan con mayor intensidad en los oyentes gracias al acompañamiento musical, la interrupción súbita de dicho acompañamiento cobra una relevancia inusitada, ofreciendo otro efecto de gran impacto en la audiencia del que podemos hacer uso.
2.- Alternancia entre la música y el cuento. En este caso, la música prepara el ambiente para el cuento al que precede y el cuento crea la atmósfera precisa para la pieza que lo sigue. Se trata de un claro juego de concatenación en la que ninguna de las manifestaciones artísticas se subordina del todo a la otra. Es importante tener una percepción del espectáculo en su totalidad para determinar si está equilibrado y si, además, los cuentos y las piezas elegidas empastan bien entre sí, sin que se produzcan transiciones abruptas.
3.- Efectos sonoros: una determinada frase musical, un sonido introducido en un determinado momento de una historia puede hacer referencia a un personaje o a una circunstancia concreta: desde el trino de un pájaro a la bocina de un coche, desde la lluvia hasta unos pasos en la acera. La potencia de un efecto se mide en relación inversamente proporcional a las veces que usa.
4.- En teatro existe una escenografía que enmarca los acontecimientos y los contextualiza. En la narración de cuentos podemos utilizar la música a modo de escenografía sonora para recrear, por ejemplo, lugares o épocas históricas. Si narramos relatos de Bocaccio, por ejemplo, un Saltarello italiano tocado con instrumentos medievales puede ayudar al público a “ponerse en situación”. Si no se poseen conocimientos en el terreno musical, es interesante dejarse asesorar por especialistas.
5.- La improvisación. Una vez se ha llegado a un estado de compenetración escénica con un músico, puede ser interesante lanzarse al vértigo de narrar con él algo nuevo.
Estas que dejo aquí son pequeños esbozos basados en mi experiencia como narradora que disfruta trabajando con músicos. A estos cinco puntos brevemente expuestos, se podrían añadir otros muchos, pero, sobre todo, se podrían combinar de múltiples formas, experimentar con ellos, utilizarlos para encontrar fórmulas nuevas…
Si nunca habéis trabajado con música desde aquí os ánimo a hacerlo.
Este artículo se publicó con el Boletín n.º 8 de AEDA - Contar con música