portugués

Fue tal vez hace cuatro o cinco años, cuando un amigo me habló de un señor que vendía concertinas (1) usadas en el Soajo, al norte de Portugal, región donde este instrumento es muy conocido. Siempre había soñado con aprender a tocarla, haciendo resonar en mi memoria la música de “Le fabuleux destin d´Amélie Poulain” y los bailes de música tradicional europea que tanto me gustaban. Fue por entonces cuando compré la Hohner Corso con la que creé mis primeras Contatinas, esas historias que cuento con la concertina. En efecto, aprendí a tocar al mismo tiempo que iba tejiendo esas narraciones y esas melodías, y fue la necesidad de llevarlo a cabo en público lo que estimuló todo el proceso.

La concertina, nombre que damos en Portugal al acordeón diatónico, como todos los instrumentos de su familia, respira. La sostengo en el regazo, una mano a cada lado abriendo y cerrando el fol, lo que implica un movimiento rítmico que influye en todo el cuerpo. Es esa relación física lo que representa para mí el principal encanto de este instrumento, un encanto que es al mismo tiempo prisión y libertad.

Por un lado, la necesidad rítmica del movimiento estructura todo lo que hago mientras toco. Las palabras surgen de este modo condicionadas, no sólo por el ritmo musical sino por la misma mecánica del movimiento, por esa otra respiración, paralela a la mía. Somos dos respirando y me siento así menos solo.

Por otro lado, las manos ocupadas impiden también toda esa gestualidad redundante que insiste en acompañar al discurso y puedo así instalarme en las palabras, cosa preciosa ésa, que es lo que, de hecho, me lleva a contar. Tener que tocar mientras hablo me libera de todo lo accesorio y el ritmo musical que exige contención en las palabras, precisión, me disculpa de la falta de expresión dramática.

En fin, la concertina me condiciona el cuerpo y el ritmo, pero me da libertad para viajar más adentro de las palabras, para buscar menos el resultado y la atención del público, esa necesidad de reconocimiento que llevo conmigo desde que era niño. Y al recorrer menos ese camino en dirección al otro, quiero invitar a que el oyente haga la misma cosa, para que cada uno pueda permanecer más consigo mismo: escuchar, imaginar, sentir, pensar, y todos estos verbos que ansiamos despertar en los otros siempre que abrimos la boca para contar. Más allá de eso, ¿qué puedo decir del sonido de esa pequeña caja con botones? A mí me toca de un modo indefinido para el que no encuentro nombre. Tal vez sea el hecho de reconocerme en su respiración, ese soplo que permite el sonido y que nos habla de un cuerpo, de un ser. Ese sonido, tan lleno de una nostalgia indeterminada, es el que alimenta mi imaginario. Y es precisamente de esas melodías de las que surgen las historias, las cuales no serían las mismas sin la concertina.

Esta relación se trata en el fondo de una historia de amor. Tiene altos y bajos, crises de celos y mucha saudade (2). Tiene proyectos a la par para el futuro, y un día a día lleno de obstáculos, de frustraciones, de cesiones, pero también de inusitadas alegrías, de ternuras y sonrisas. Como todo, exige práctica y disciplina. Aunque como dice el dicho “sarna con gusto no pica”. Y en este caso es verdad.

En una conversación que tuve no hace mucho, Nicolás Buenaventura Vidal compartió conmigo una de sus lecturas, L´Invisible, de Clément Rosset. Me mostró una frase especial que decía que “la verdadera música no estaba en las notas, sino entre las notas”. ¿Qué es lo que está entre las notas? No lo tengo claro. Pero me parece que es eso que el hecho de contar con la concertina me permite explorar. Lo mismo que tal vez exista “entre” quien cuenta y quien oye. La narración no está ni en uno ni en otro, está “entre” ellos. Por eso es tan difícil hablar de lo que hacemos, reconocer eso tan especial que sucede cuando contamos y oímos historias.

Luís Correia Carmelo

 

Este artículo se publicó con el Boletín n.º 8 de AEDA - Contar con música 

 

  1. En español también se utiliza la palabra concertina para hablar de cierto tipo de acordeón diatónico.
  2. Hemos decidido mantener la palabra portuguesa saudade por no encontrar un equivalente en español que abarque por completo su significado. Se entiende por saudade una especie de añoranza o melancolía que se siente por algo o alguien de quien se está privado o que está ausente.