El 2 de noviembre de 2007, el día del estreno de Las mujeres y el mar, el penúltimo espectáculo de La Carátula, salí con una extraña inquietud del teatro; era una especie de irritación contra mí mismo porque algo me decía que mi padre, tan seguro como estaba siempre de lo que hacía, no se podía haber equivocado de ninguna de las maneras. Ese día y los siguientes le di vueltas a la cabeza para encontrar la respuesta a por qué me había sentido incómodo viendo la obra, a pesar de las soberbias actuaciones de Dahd Sfeir, Cristina Maciá y el resto de las estupendas actrices. La madeja la desenredé el día de la segunda actuación, en el Teatro Wagner de Aspe, cuando miré con autocrítica dentro de mí y cambié radicalmente mi actitud; a partir de ahí logré disfrutar de la obra como se merecía, con ojos desprejuiciados, generosos, frescos. Al terminar, le di el abrazo a mi padre que le había racaneado el día del estreno. Pero, sobre todo, comprendí la envergadura del trabajo de mi padre, alguien que se ha dedicado toda la vida, distintivamente, a no acomodarse ni repetirse, a dinamitar tópicos y a ignorar el lugar cómodo y común.
Las mujeres era un largo poema, a medio camino entre “la oración y la arenga”, recitado por un grupo de mujeres de pescadores, con una densidad lingüística apabullante y una belleza semántica increíble, que a un espectador como yo, viciado por la narrativa que nos imponen Hollywood y la televisión, podía resultarle poco asumible. Cambiada mi actitud, escuchar la declamación era como admirar un cuadro impresionista en el escenario pero también contemplar su goteo de imágenes a través de las palabras escritas por Yannis Ritsos, un poeta y dramaturgo griego contemporáneo que debe de ser tan arriesgado y poco convencional como mi padre, gente que en lo creativo huye de lo comercial como de la peste. “Lo importante es el texto”, decía siempre mi padre.
No es nuevo esto que digo, el mismísimo Nobel Vargas Llosa acaba de denunciar la superficialidad de La civilización del espectáculo, en un ensayo bastante polémico. Antes que él, en los años 40, lo hicieron Horkheimer y Adorno en La industria cultural: Ilustración como engaño de masas. Mi padre no estaba solo en ese empeño tan quijotesco donde los gigantes son las manoseadas narrativas de la ficción audiovisual imponiendo su discurso agarrotado a la gente e invadiendo con sus muñequitos autopromocionados también las programaciones de los teatros para que vengan a provincias a hacer frívolos monólogos, con la de textos de calidad que hay en la historia de la literatura. Pero en fin, esto ha ocurrido siempre: a Ibsen y a Valle Inclán no les estrenaron en vida sus obras maestras.
El miércoles, su familia y amigos llenamos el Gran Teatro de Elche para despedir a Antonio González Beltrán, fallecido a los 72 años a consecuencia de una corta enfermedad hepática. No había lugar más idóneo para despedirlo: Donde él estrenó tantos espectáculos y muchos los disfrutamos a su lado. Recuerdo ahora los 21 festivales de la Oralidad con sus amigos cuenteros de este mundo; recuerdo Aerolitos y su gira de más de 120 actuaciones, incluido el mes en París y el premio en el Off del Festival de Avignon; el llenazo hasta la bandera de Resistencia o la emocionante Imagen de tu huella, sobre textos de Miguel Hernández; recuerdo las obras del Teatro Independiente de los 70 o las de madurez del siglo XXI, como su monólogo de El principito, así como la suma de su sabiduría escénica, su testamento artístico, en Harraga, estrenada el pasado septiembre, la prueba fehaciente de que ha muerto con las botas puestas. Han sido 48 años de dedicación al teatro en cuerpo y alma.
Papá, has sido la persona más importante del teatro en Elche en las últimas décadas, has reunido a tu alrededor a 300 locos carátulos, puesto en pie más de 60 montajes y dinamizado como pocos la vida cultural española, ”desde la periferia”, como repetía Pepe Monleón. Así que el miércoles te homenajeamos donde te merecías, en un escenario y con los amigos de tu ciudad y de otras ciudades (Madrid, Barcelona, Barquisimeto, Caracas, Medellín, París, Estrasburgo...) en un adiós emocionado.
Desde que Torrente Ballester enunciara en su ensayo El Quijote como juego (1975) la teoría de que el Quijote no era un loco, la mayor parte de la crítica acepta que el personaje, en efecto, simplemente aborrece la decadencia de valores en que le ha tocado vivir y huye conscientemente a una época en la que todavía florecían los valores que ama.
Y como reconocimiento de esta tesis, se toman las propias palabras de Alonso Quijano en la novela cuando dice: ”Yo sé quién soy (…); y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia”. En este momento, Alonso Quijano viene a decir con perspectivismo que él no está loco sino que puede a la vez ser él y también incluso los Pares de Francia, que era una posición a la que cualquier vasallo del rey aspiraba; que podía ser lo que se propusiera, por encima de las circunstancias.
“No hay que bajar la cultura a la altura del pueblo, hay que subir al pueblo a la altura de la cultura”, decía Miguel Hernández y era algo que mi padre compartía y puso en práctica (fundó la Asociación de Teatro Escolar y la Sala La Carátula, enseñó en el instituto y en la universidad, montó La Carátula Teatre Escola, de la que han salido numerosos actores y técnicos), intentando acercar el pueblo a la cultura por encima de las circunstancias, las modas y los obstáculos, que los hubo y de todos los colores, sobre todo políticos. En el Siglo de Oro, las circunstancias de España eran gobernantes ineptos despilfarrando las posesiones en Flandes y los tesoros de América. En el XXI, las circunstancias han sido resultado de las políticas neoliberales de los sucesivos gobiernos, que nos han abocado a este hundimiento y a los tiempos fascistoides actuales.
Pero el legado de mi padre está ahí, su estela se pudo palpar en el escenario el miércoles, las campañas de teatro escolar continúan; sus alumnos y actores, algunos ya directores o productores, recorren las tablas de este y otros países; sus hijos escribimos, bailamos, hacemos música o estudiamos literatura; su hermano Nazario sigue ya organizando el Festival de la Oralidad (permanente). Y la gente de Elche, como Manolo Maciá, impulsa proyectos, tan locos pero a la vez tan cuerdos en estos tiempos de debacle, como la cooperativa cultural La Nave Va y que parece una hija de la Sala La Carátula y de la asociación de espectadores La Magrana, que la mantuvo varios años con una programación vanguardista.
Quiero agradecer, en mi nombre y en el de mi familia, a todos sus amigos, sus continuas muestras de amor hacia mi padre; a los medios de comunicación su cariño hacia él, demostrado a lo largo de los años; y al Ayuntamiento su rápida reacción para facilitarnos el espacio del homenaje.
¡Viva el teatro!