Versión en galego

 

(La siguiente reflexión es la de una persona que tiene presente la realidad y la ficción gallegas como material de existencia, consciente e inconsciente, y que, por lo tanto, se considera parte de una tradición cultural a la que remitir sus imágenes, sus sueños, sus fantasías, sus vivencias)
 
“E agora ando soñando por oficio, e non sei
se son eu quen soño, ou é que por min soñan
campos, olladas azúes, pombas que xogan cun neno,
ou unha man pequena e fría que me aloumiña o corazón”
Álvaro Cunqueiro
 
(“Y ahora ando soñando por oficio, y no sé
si soy yo quien sueño, o es que por mí sueñan
campos, miradas azules, palomas que juegan con un niño,
o una mano pequeña y fría que me acaricia el corazón”)

 

Cuento cuentos por oficio desde hace casi veinte años, la mitad de mi vida, y eso es tanto como decir que llevo la mitad de mi vida haciendo realidad la ficción y viceversa, o, por lo menos, difuminando todavía más los límites entre una y otra. Para alguien como yo, que siempre confió en la fantasía como lugar donde encontrar respuestas a las preguntas que se te ponen por delante cada día; para alguien como yo, que vive aquí, pero imagina otros lugares, otras gentes, otros conflictos; para alguien como yo, a quien le encanta descubrir o crear misterios; para alguien como yo, los cuentos suponen alimento y riqueza para el cuerpo, pero, sobre todo, para el espíritu. Y es por eso que también confío, o desconfío, en no morir del todo, sino que algo de mí quede en las personas que alguna vez escucharon una de las historias que transmito. Además, no sé por qué, algo me dice que durante un tiempo seré fantasma, o ánima errante, no sufriendo ni penando, buscando, buscando más historias, más cuentos que contar, por esta sed eterna que se nos despierta y no se apaga a quienes tenemos el oficio de narrar.

 Mi sed de cuentos nació siendo niña, como supongo que sucede siempre. Yo no tenía buena salud por aquel entonces y pasaba mucho tiempo en casa, aburriéndome. Me aburría tanto que empecé a leer los libros que allí había. Mi madre y mi abuela no me hacían mucho caso, porque yo era una niña tranquila, que ni siquiera protestaba cuando pedía un cuento y le decían que los cuentos no eran para niñas grandes como yo, que eran para niñas pequeñas (Como sabemos, la diferencia entre “grande” y “pequeño” es bastante relativa, sobre todo tratándose de niñas y, por otra parte, este tipo de opiniones están muy extendidas y, en mi caso, claramente equivocadas). Así que yo no soy una buena representante de la tradición oral, si entendemos como tradición oral la escucha de cuentos que después serán contados de nuevo por quien escucha. Que yo me acuerde, en esa etapa de mi vida, la infancia, sólo me contaron un par de cuentos, y esos los guardo en mi repertorio como oro en paño. Pero lo que sí es verdad es que mi familia era y es muy amiga de conversaciones, de canciones, de chistes, de retranca. Ahora pienso que lo que nos faltaba era paciencia para hilar una historia o, por lo menos, para parar el tiempo un instante y olvidar las rutinas. El caso es que yo encontré el agua que me calmaría la sed de historias en los libros y, poco a poco, fui creando mi propio imaginario.

A partir de algunos sucedidos que contaba mi abuelo y que mi abuela afirmaba como totalmente ciertos, cuando estaba en la cama con los ojos abiertos, pero la luz apagada, oía pasos en el tejado, y suspiros en el viento, y hasta los aullidos de los perros me hacían pensar que allá fuera, alrededor de la casa, había ánimas de difuntos que no encontraban descanso y que venían a buscarme, o a darme un susto de muerte, porque su única intención era aterrorizarme (así de egoístas y de irracionales nos vuelve el miedo). Con la noche llegaban las sombras que amenazaban desde las paredes, la luz de la luna hacía de las muñecas seres de negras intenciones y hasta la niebla que subía desde el mar parecía que venía a cubrirme y a hacerme desaparecer para siempre.

Los miedos son algo que guardamos aún sin quererlo y que todavía hoy nos vuelven pequeñas y pequeños, por eso muchos de los cuentos que yo cuento intentan provocar ese escalofrío que recuerdo tan bien, para borrarnos la importancia que se nos queda pegada a la ropa y hacernos sentir los pelos de punta. 

Contamos lo que somos, y yo soy las noches de invierno en casa de mis padres, y soy quien le habló de Merlín a mi hermana, y de la magia, y de las puertas que nos llevan a otros mundos en este, porque con la llegada de mi hermana descubrí que era yo la que le tenía que quitar el miedo con los cuentos, con las palabras, para que pudiese dormir tranquila y no andar sonámbula por las habitaciones. Con mi hermana, la noche dejó de ser una amenaza para convertirse en una aliada, ya que en la oscuridad todo es posible, allí se esconden todas las sorpresas, todos los misterios.

Ahora pienso en la primera vez que escuché un cuento siendo “grande”, y en esa sensación de reconocer personas, olores, lugares, como si quien contaba abriese una de las puertas de mi imaginario, el que yo había ido creando con las palabras que me llegaron, por el aire o por el papel, con mis emociones, con mis sentimientos. Y eso tan íntimo había sido capaz de conseguirlo alguien a quien yo no conocía, sólo con su narración. Fue entonces cuando me reconocí parte de una tradición, y cuando supe que la sed de historias va siempre con nosotros, porque así somos, personas con pies para andar por la tierra y cabeza para perderse en las nubes. Lo único que puedo hacer para calmar mi sed es buscar cuentos. Lo único que puedo hacer para calmar la sed de los demás es contar.

 

Paula Carballeira