Cuando llegué a Galicia yo era vegetariano. Así empieza uno de mis espectáculos y creo que la frase sugiere de manera bastante gráfica el choque que supuso para mí el traslado desde mi Turín natal a Santiago de Compostela. La palabra “era” indica el desarrollo sucesivo de los acontecimientos. En ese momento yo tenía 23 años, era un estudiante universitario a quien habían adjudicado la beca Erasmus para estudiar en el extranjero, y había decidido ir a Santiago porque era la universidad que ofrecía la estancia más larga. Además buscaba sol y calor, así que no podía haber destino mejor. Eso también da una idea de mis conocimientos previos respecto a la península ibérica. Me subí al avión sin saber ni una palabra de castellano y me encontré en una ciudad donde además se hablaba mayormente gallego.
Durante el año de Erasmus monté mi primera compañía teatral –en Turín me había formado paralelamente en las artes escénicas– y allí empezó el camino que años después me conduciría a la narración oral. El primer montaje era prácticamente sin palabras, en el segundo utilizábamos una serie de grammelots del inglés, el italiano, el japonés y el marciano, y finalmente llegarían los espectáculos en castellano y en gallego.
A medida que iba dejando mis costumbres gastronómicas (empecé haciendo una excepción con los mejillones, y detrás vino todo el resto) también iba desarrollando una nueva personalidad. Ese es un fenómeno estudiado y relativamente común: al aprender un nuevo idioma es fácil que nuestro cerebro le vaya asociando unos matices de comportamiento y de carácter originales, probablemente relacionados con el contexto en que practicamos ese idioma, el momento vital en que nos encontramos y la finalidad de ese aprendizaje.
En mi caso, el cambio de idioma supuso una modificación de personalidad bastante evidente, sobre todo al principio. Y en mi opinión, para mejor. Es decir, prefiero mi versión española a mi versión italiana (la gente a quien no caigo bien pensará “uf, cómo será la versión italiana”). Mi versión gallega por otra parte está absolutamente embebida de los matices propios de la cultura gallega, el relativismo escéptico por encima de todos los demás.
Estos matices naturalmente se vieron reflejados también encima de los escenarios, especialmente en aquellas actuaciones en las que hay un diálogo directo con el público, como la mayoría de las sesiones de narración oral. Durante mucho tiempo realicé únicamente espectáculos teatrales en castellano o en gallego, y hace unos cinco años empecé mis primeras sesiones de narración, todas ellas en castellano.
Pero en un momento dado se me ofreció la posibilidad de volver a actuar en italiano, a través de las actividades culturales que presento en las escuelas de idiomas y en otros centros de enseñanza. En estas nuevas circunstancias, me he ido dando cuenta de cuánto mi estilo al narrar en italiano se ha visto influenciado por mi experiencia en castellano, creando un tipo diferente de “relación italiana” con el público. Simplificando mucho, podría definirla más amable y humilde. De alguna manera, me noto como “traduciendo” mi oficio desde el castellano al italiano, cumpliendo así el viaje de vuelta.
Eso para mí ha sido muy sorprendente, sobre todo porque generalmente tengo los dos idiomas muy separados en mi cabeza: me resulta muy complicado intercalar las dos lenguas, no tengo en absoluto el don de quienes trabajan realizando traducción simultánea. Por otra parte, en el caso del italiano y el castellano, que tienen raíces comunes, es necesario para mí mantenerlos bien separados para poder hablar correctamente ambos idiomas. En caso de practicar el humor o la improvisación es algo fundamental para crear una complicidad con el público y lograr que se ría de lo que queramos y no de cómo nos estemos expresando o de algún error involuntario que cometamos.
Esta segunda experiencia en italiano tiene sin embargo una característica singular: en el 90% de los casos, actúo para un público castellanohablante que está aprendiendo italiano –la mayor parte además suele tener un nivel principiante– con lo cual, mi forma de comunicar se tiene que adaptar a esta situación peculiar. Eso tiene dos consecuencias principales: por un lado tengo que eliminar toda expresión dialectal, lo cual limita mucho la parte cómica, ya que en Italia la mayor parte del humor se apoya en las lenguas y dialectos propios de las diferentes regiones (fuera de la Toscana, el italiano es un idioma frío y sin raíces). Por otra parte, para que el público pueda disfrutar lo máximo posible de la actuación, paso un “filtro castellano” a mi habla italiana: durante la función, en todo momento estoy buscando el sinónimo que por su sonido sé que se puede entender mejor –aunque no sea el más correcto– o formulo las frases con una construcción que se asemeje a la sintaxis castellana –aunque no sea la más apropiada. Añadiendo a todo eso una pronunciación muy clara y un ritmo muy pausado, el resultado generalmente es muy gratificante para el auditorio ibérico. En síntesis, no hablo como lo haría con un público italiano.
Este tratamiento de la lengua narrada está siendo fundamental en el montaje de “La Odisea A Tres Voces” en el que actúo junto a Margalida Albertí y Carlos Ansótegui. En él, contamos la Odisea de Homero a través de narraciones individuales, cuadros teatrales, narraciones colectivas e improvisaciones, y lo hacemos mezclando constantemente el castellano (Carlos), el mallorquín (Margalida), y el italiano. Margalida obviamente ha tenido que llevar a cabo con sus partes en mallorquín el mismo proceso que he descrito en mi caso, porque a pesar de sus evidentes habilidades teatrales que apoyan la narración en todo momento, era importante que el público castellanohablante no se sintiera desconectado durante los tramos catalanes de la función. El resultado está siendo muy grato, incluso por encima de nuestras expectativas, porque escuchando los comentarios de quien asistió a alguna representación de nuestra Odisea, nos hemos dado cuenta de que ocurre algo curioso: al no entender la totalidad de las palabras que se usan en el espectáculo, el público instintivamente toma un papel más activo respecto al que mantiene en las funciones monolingües. De alguna manera la audiencia siente que tiene que estar más atenta, “trabajar” más, y eso le sumerge aún más en la obra. El hecho de tener momentos de disminución de la comprensión, llega incluso a ser un elemento de entretenimiento, de fascinación hacia la historia, son instantes en los que el entendimiento racional deja paso a una especie de disfrute musical. Creo que la consecución de este efecto está ligado directamente al tratamiento del idioma explicado anteriormente, y aún más al punto delicado de equilibrio que hay que lograr entre la alteración del habla para que se entienda y la naturalidad espontánea de la actuación, para que el resultado sea deleitoso y no parezca ortopédico y forzado.
El reto para mí en esas funciones es actuar, narrar e improvisar en italiano, pero sin caer en la “versión italiana” de mi personalidad. Para eso tengo que aplicar concentración y fuerza de voluntad, mucho más que cuando decidí abrirme a los mejillones hace veinte años en Galicia.
Este artículo se publicó en el Boletín n.º 96 – Contar en diferentes lenguas