Boniface Ofogo

Son las ocho de la noche. Se oyen los primeros cantos de los búhos. Son cantos siniestros. En mi pueblo, situado en el corazón de Camerún, se cree que cuando cantan los búhos, va a morir alguien (supongo que morirá alguien del pueblo, porque siempre muere alguien en algún lugar del mundo). Mi madre está terminando de cocinar a la leña las hojas de mandioca, base de la alimentación de la tribu de los yambassa, de la que soy hijo. Mi padre ya ha regresado de la plantación de cacao, y todos los once hermanos hemos hecho las tareas del colegio.  Estamos en plena estación seca y hace casi treinta grados de temperatura. El resplandor de la luna preside todo este decorado bucólico. 

Tras la copiosa cena en familia, nos disponemos a sentarnos en torno al fuego para proceder al ritual diario de contar y escuchar cuentos. El fuego no es una forma de iluminación primigenia, puesto que la luz traída por la luna cumple a la perfección esa función. Tampoco sirve como fuente de calefacción, ya que el clima es cálido. Desde el punto de vista antropológico, el fuego es un elemento que convoca a la comunidad, es el símbolo mismo de la civilización humana. Sirve también para mantener viva la memoria colectiva. Según cuenta Juan Luis Arsuaga, director de los yacimientos de Atapuerca, los primeros homínidos, los australopitecos, los neandertales, el homo sapiens, ya tenían costumbre de reunirse en torno a la hoguera para contar historias. Eran historias de caza, de la que ellos vivían.

Preside el ritual ancestral mi padre, el hombre más sabio de la tribu. Nunca fue a la escuela occidental. Por eso es totalmente ágrafo. Pero es la persona que mejor habla en toda la tribu, y la que mejor cuenta los cuentos. Estamos sentados en círculo. Todo el mundo tiene su turno para contar una historia: los mayores, y también los niños. La palabra se comparte. Todas las noches se repite este ritual. Al tratarse de un ritual, nos sentimos miembros de algo común, porque los rituales convocan y unen a la comunidad. Siempre son cuentos tradicionales, que forman parte del patrimonio oral común. Su origen se remonta a la noche de los tiempos. Nosotros los contamos en su versión original, en nuestro idioma materno, sin censuras, sin mutilaciones, sin falsa hipocresía. No es necesario edulcorarlos. Esos cuentos aún no han pasado por el filtro de la moral burguesa, ni por la censura de la moral judeocristiana. Son auténticos, como África, como la vida misma: hay crueldad cuando hace falta, los malos reciben su castigo, el mal nunca se sale con la suya. Si hace falta morir, se muere. La vida es así. Escuchando esos cuentos, los niños aprendemos lecciones fundamentales para la vida. Y los cuentos tradicionales africanos son un fiel reflejo de la vida, de los valores, de los sueños y de las angustias de los pueblos africanos. No caen del cielo. Están profundamente arraigados en la memoria ancestral, y los ancianos son los depositarios de esa sabiduría milenaria, y los garantes de su preservación y de su transmisión, de generación en generación, para que la memoria colectiva nunca muera. 

Cambiemos de decorado. Ahora es de día. El sol africano brilla en todo su esplendor. En las aldeas africanas no quedan más que ancianos y niños. Todos los africanos en edad activa se han marchado al campo, a cultivar sus plantaciones, a buscar la leña, o a la cosecha. Los ancianos son los que educan a los niños. Para educar a un niño hace falta toda la tribu. Los educan contándoles cuentos diariamente a la sombra del árbol de la palabra. Es su función social. En muchas ocasiones se trata de un baobab. Esos ancianos son los maestros, y el árbol de la palabra es una escuela en la que los niños aprenden los valores más importantes de su tribu: el respeto a los ancianos, la importancia de compartir, lo que está bien, lo que está mal, etc.

La inmensa mayoría de los participantes en este ritual ancestral nunca pisó una escuela occidental. Los ancianos no saben leer ni escribir. Pero son los verdaderos sabios de la tribu: saben muchos cuentos tradicionales y, sobre todo, saben contarlos bien. Ese ritual, convertido en fenómeno cultural, no es sin embargo exclusivo de las aldeas africanas, ni únicamente de los hombres y mujeres de tradición oral. Es la esencia misma de las sociedades humanas preindustriales. Tampoco se trata de un espectáculo escénico de masas. Nadie cobra por ello. Es una manifestación de la vida misma, el reflejo de nuestra esencia como cultura eminentemente oral.

En esas aldeas africanas que se convierten en cuna del movimiento cultural más genuinamente africano, aún no ha llegado la modernidad. El setenta y cinco por ciento de la población africana vive en zonas rurales. Todas las lenguas nativas se conservan intactas. No existe la electricidad, para bien y para mal, ni tampoco la televisión, ni mucho menos internet. Yo soy el único de mi familia que usa esa herramienta moderna. Por eso la tradición oral es la única manera de comunicarse entre las diferentes generaciones que conforman la tribu. El vínculo con los ancestros se establece únicamente por medio de la palabra oral, a través de los mitos, de las leyendas y de las fábulas contadas de viva voz en torno al fuego o a la sombra del árbol de la palabra.

Volvamos a cambiar de decorado. Esta vez nuestra imaginación nos traslada volando hasta el corazón de Madrid. En esa mañana fría madrileña me dirijo en solitario a un colegio del sur de Madrid, donde he sido requerido por el equipo docente, para contar cuentos africanos. Es un acto que conmemora el Día Mundial del Libro. En mi pueblo los libros están escritos en el aire y las bibliotecas son las personas mayores de la tribu. Nosotros sólo tenemos bibliotecas humanas. En cambio, en Madrid, los libros son tangibles, las bibliotecas son lugares físicos. Y la palabra, los conocimientos y los saberes se transmiten fundamentalmente por medio de la escritura. Pero esta mañana, será a través de la palabra oral. Por tanto, hay una voluntad de recuperar la palabra oral como forma primigenia de comunicación.

Al llegar al colegio, me recibe una entusiasta profesora de lengua castellana. “Me encantan los cuentos”, me asegura. Acto seguido me lleva al espacio donde se llevarán a cabo las sesiones: la biblioteca. En un escenario improvisado, tengo una butaca señorial cubierta por una tela africana. En frente, en la sala, el profesorado ha dispuesto cincuenta sillas. Los alumnos irán pasando por clases. 

Durante todo el día recibo a todo el alumnado del colegio, desde infantil hasta sexto de primaria. Tengo un repertorio distinto para cada etapa escolar. Al principio me cuesta traducir mis cuentos al español. No sólo debo realizar una traducción lingüística, sino también cultural. Respetando la esencia de los cuentos, debo hacerlos más asequibles a las mentes occidentales. Me he dado cuenta de que algunas cosas tienen un profundo significado para los africanos y, sin embargo, dejan indiferente a mi público madrileño. He observado que no tenemos el mismo sentido del humor. Las historias africanas tienen, a veces, una estructura muy compleja. Debo simplificarla, hacerla más lineal, más limpia. En cierto modo, debo “cocinar” mis historias, antes de servirlas a mis jóvenes comensales madrileños. ¡Ah! Detalle muy importante: al terminar el día, paso por secretaría a cobrar. En mi pueblo ni siquiera me invitaban a una cerveza, entre otras cosas, porque todo el mundo sabía contar. Yo no tenía ningún mérito especial. Por eso, en Madrid, me siento como un tuerto en una aldea de ciegos.

A los dos meses, me traslado a la ciudad de Guadalajara. Allá, un grupo de soñadores trasnochados lleva décadas organizando un maratón de cuentos que congrega a miles de oyentes y cientos de narradores. Tengo turno para contar a las tres de la madrugada. Cuando subo al escenario hay más de doscientas personas escuchando. ¡Una locura! Salvando las proporciones, es lo más parecido a las veladas de cuentos que se organizan en mi pueblo: todo el mundo que quiera puede contar una historia, nadie cobra por ello, la actividad convoca a la comunidad, etc.

Volvamos a cambiar de decorado. Esta vez, hemos cruzado el Atlántico. Estamos en un parque público en la ciudad de Bogotá. El público se va congregando poco a poco, para asistir a la función inaugural de un festival internacional de cuentos. Vienen sobre todo de los barrios populares, marcados por la violencia y la marginación. Todos tienen necesidad de que les cuenten cuentos. Se estima que hay aproximadamente mil personas. Participan una veintena de narradores, de siete países distintos, cada uno con su acento, con sus técnicas, su estilo, su repertorio. De entrada, los organizadores me han avisado de que, en la cultura colombiana, existen palaras “tabú”, o malsonantes. Palabras como “culo”, que en España son anodinas, allí adquieren un significado hiriente. Trataré a toda costa de evitarlas, aunque, de vez en cuando, alguna se me escapa. No sé por qué esa reunión de gente, convocada para escuchar cuentos, salvando las proporciones, también me recuerda las veladas de cuentos en torno al fuego que se celebran en mi aldea natal.

El arte de contar cuentos es un arte ancestral y universal que, surgido en torno al fuego, hoy se ha subido a los escenarios. Viniendo de la fogata, ha sabido adaptarse a las necesidades escénicas, y codearse con sus hermanas como el teatro, la danza, etc. En torno al fuego o en los grandes escenarios internacionales, de boca del narrador tribal o del narrador sofisticado, ese arte sigue cumpliendo su función ancestral de convocar a la comunidad, y de tocar las emociones más básicas del ser humano.

 

Boni Ofogo

 

Este artículo pertenece al Boletín n.º 93 – Culturas que viajan con la voz