El pasado miércoles, después de que Jhon Ardila contara “El caminante mágico” una niña le gritó al despedirse:-Adiós, te quiero- . Yo, que desde que Diego Magdaleno me pidió que escribiese este artículo, estoy más observadora que nunca en las sesiones, tomé nota mental de este gesto porque me pareció de especial relevancia.
En la biblioteca de Dos Hermanas venimos contando cuentos desde 1983, como la biblioteca era entonces muy pequeña y no disponíamos de un lugar adecuado, empezamos en el interior de un viejo autobús que nos cedió la empresa Los Amarillos, cuando el tiempo lo permitía contábamos también en el jardín que rodeaba a la biblioteca, por entonces tirábamos de narradores voluntarios entre los que me encontraba yo misma en muchas ocasiones.
A mediados de los ochenta comenzamos a contratar a un narrador profesional: Pepepérez, al que a los pocos años siguieron otros, es decir que nunca hemos dejado de contar cuentos. Este empecinamiento y la manera imaginativa de salvar las dificultades que se nos presentaban se debe en gran parte a que cuando yo era niña escuchaba cuentos, luego explicaré porqué lo creo así, ahora vamos a centrarnos en el tema del artículo en cuestión: la relación que se establece entre el narrador y su público, aclarar antes que para escribir este artículo no me he documentado, solo me he parado a reflexionar sobre ello basándome en mi propia experiencia como observadora de oyentes de cuentos y beneficiadora, también, de los mismos.
Escuchamos con los cinco sentidos
Cuando observo al público que escucha cuentos en lo primero que me fijo es en su mirada, allí está la clave del grado de atención, se puede percibir también, sobre todo en los niños, el nivel de inmersión en la historia, creo que el contacto visual entre narrador y público es insustituible, por ello se pierde mucho cuando la narración es grabada y se transmite a través de la pantalla de algún dispositivo. A través de la mirada, los gestos y las palabras pronunciadas por el público percibo como los narradores adaptan sus voces, tiran de determinados recursos y van conduciendo el hilo de la narración.
El oído nos permite la escucha- si ha sido educada desde los primeros años mejor- , el tacto nos impulsa irrefrenablemente a tocar los libros de cuentos que se han elegido para narrar y el olfato y el gusto nos hacen evocar sabores y sensaciones, todo el cuerpo se transporta a la dimensión de otro mundo, todavía recuerdo el frío intenso que sentía cuando mi madre me contaba la historia de unos niños perdidos en una tormenta de nieve.
Una pizca de ingenuidad
Si la ingenuidad estuviese en un frasco y pudiese administrarse a cucharadas, yo le daría dos a cada oyente y cuatro al narrador. Creo que es necesario conservar cierta dosis de ingenuidad, hay algo de conversión en otros, de sentirnos capaces de luchar por los sueños, porque el cuento, como la literatura, nos ayuda a modificar la realidad y ahora puedo explicar por qué dije antes que, probablemente, si yo no hubiese escuchado cuentos de niña no habría podido imaginar conseguir que nos regalasen un antiguo autobús y acondicionarlo para contar historias. La ingenuidad es otro de los lazos invisibles que atan al narrador con su público, siendo el narrador es el más ingenuo de todos al transmitir su fe ciega en la historia que ha elegido para contar ya que previamente la ha trabajado y ha encontrado ciertos niveles de identificación. El público percibe todas esas fuerzas conjugadas y aunque no ha inventado la historia empieza a vivirla en su propia piel y a despojarse de algunos elementos racionales dejándose mecer por el relato, para ello se necesita la ingenuidad. En el cuentacuentos del pasado jueves un niño, que se encontraba acompañado de su madre y su hermano mayor, se acercó a Filiberto Chamorro para transmitirle su inquietud ante la actitud del pescador hacia el pez que le daba todo lo que pedía, no se acercó a su madre para resolver el conflicto, sino al narrador, estaba preocupado y se le notaba, el narrador le dedicó al final del cuento unos minutos de charla pausada y pareció tranquilizarlo, compartieron una burbuja en un mundo aparte, qué suerte.
El público
En los ochenta los niños que asistían a las sesiones eran mayores que los que vienen ahora y los cuentos que se contaban se apoyaban más que nada en la palabra, luego se fueron incorporando recursos como traer una maleta e ir sacando objetos relacionados con el cuento, utilizar retahílas para captar la atención, acompañar la narración con algún instrumento musical, pedir a algunos niños que saliesen junto al narrador y colaborasen con una pequeña actuación. Creo que los narradores han incorporado estos recursos para poder adaptarse a un público cada vez más joven, en algunos casos casi bebés, también por captar la atención de unos niños cuya cultura audiovisual y tecnológica no tiene nada que ver con la de los niños de los ochenta y los noventa . Al observar las distintas oleadas de público en estos casi cuarenta años se repite una constante que me gratifica enormemente, es el hecho de que algunos de nuestros antiguos niños traigan a sus hijos a las sesiones de ahora y se acerquen a nosotros para decirnos que ellos también vinieron a escuchar cuentos a la biblioteca.
Desde hace unos diez años comenzamos con las sesiones de cuentos para adultos, estas sesiones se apoyan básicamente en la palabra, pero tienen un plus, un gancho, un elemento que aún no he mencionado: el escenario del cuento. El público ya no solamente establece el vínculo con el narrador, sino con el lugar en donde se cuenta la historia y en algunos casos he observado cómo lugar y narrador quedan también atados en la mente del que escucha, por eso Diego Magdaleno será para muchos el que contó en la Laguna de Fuente del Rey y para otros el que contó en la casa de la escritora Antonia Díaz.
He observado a niños, a padres, a adultos y a otros narradores escuchando a sus compañeros y creedme cuando digo que contemplé el brillo del aura de la narradora Anabel Gandullo al escuchar una historia de Alicia Bululú, ¡qué escucha tan entregada!
¿Contáis cuentos para que os queramos?
Siempre que acaban las sesiones nos acercamos a los narradores con caras alegres y agradecidas, los niños los besan, las mujeres de los clubes de lectura les echan piropos, necesitamos demostrarles nuestro cariño. Ellos lo saben.
El narrador es al mismo tiempo el vehículo, el lugar, la voz, la historia y el héroe, recuerdo los inicios de Pepepérez como el Cienpuertas cargado de llaves que nos facilitaban el acceso a otros mundos. ¿Cómo los veo yo? Como seres con una sensibilidad especial para contar las cosas de la vida con belleza, fortalecedores de espíritu y poseedores de una de las brújulas que marca el norte en el día a día de las bibliotecas.
María del Carmen Gómez Valera
M. Carmen Gómez Valera lleva media vida y un cuarto al frente de la biblioteca pública municipal de Dos Hermanas. Estudió Filología inglesa y Biblioteconomía, pero de lo que más ha aprendido ha sido de la experiencia diaria en la biblioteca y de otros bibliotecarios que ha tenido la oportunidad de conocer en los numerosos grupos de trabajo de los que ha formado parte (IFLA, Proyecto PAB (Fundación Bertelsman), Ministerio de Cultura, Asociación Andaluza de Bibliotecarios, FEMP). En Dos Hermanas ha contribuido a poner en marcha ilusionantes proyectos: el servicio de bibliobús, el traslado e informatización de la biblioteca central, la nueva biblioteca de Montequinto, el nacimiento de los clubes de lectura, el proyecto Telebiblioteca, etc.
Actualmente, cuando se encuentra ya cerca el final de su vida profesional, intenta afrontar los retos del día a día como hizo en sus comienzos, con imaginación y ánimo aventurero para salvar las dificultades, dificultades que no son ahora la falta de recursos como en los inicios, sino de imposibilidad de mantener las relaciones humanas como lo hacíamos antes, qué suerte que se haya podido nutrir de tantos cuentos.
Este artículo forma parte del Boletín n.º 87 - El público