El origen de mi vida de narradora está vinculado a la tradición oral. Comencé a escuchar cuentos antes que a contarlos. A través de la investigación, o más bien de la recopilación, empecé en este mundo. Los cuentos que oía se contaban en comedores, en cocinas de pequeños pueblos, con una mesa de por medio, una taza de café, un bizcocho o unas galletas y la mirada directa de los ojos del informante a los míos. Y el primer paso fue escuchar un cuento, devolverle otro, en su mismo tono, sin nada en medio.
Es un tipo de narración muy próxima, tan cercana que te llegan los suspiros a la piel. Por eso creo que mi trabajo ha quedado tan influenciado por esta forma de contar. Sin artificios, sin decorados, sin disfraces, sin escenografía. Solo la palabra dicha, solo la emoción directa.
De las cocinas y comedores pasé a las sesiones en las que había muchos más oyentes pero intentando reproducir esa misma sensación, ese mismo ambiente.
En mi trabajo no suelo utilizar megafonía, digamos que es lo que se sale de lo normal en mi día a día. Y si la utilizo es porque son sesiones muy grandes o espacios abiertos, pero es en muy contadas ocasiones al cabo del año. Por norma general intento que no haya un micro entre el público y mis palabras.
Me gustan las sesiones en las que me permiten colocarme al mismo nivel que el oyente, en el que mi voz puede acariciarles sin artificios de por medio y en las que pueden ver mis ojos como yo veía los de mis informantes.
Más sonido no es símbolo de más calidad. En ocasiones subir el volumen del narrador no suele ser la solución para conseguir una mejor audición, es más, lo que suele provocar es que el ruido generado por el público o por el ambiente aumente en la misma proporción. A veces optar por bajar la voz induce al público a esforzarse por estar en silencio, por estar más atento a la historia. Nunca he entendido porque las actividades culturales dedicadas sobre todo a los niños y niñas tienen tal cantidad de volumen, sesiones de cuentos, conciertos, cine… ¿Realmente es necesario? Me pregunto esto cada vez que voy al cine con mis hijos.
Diego Magdaleno me pidió que escribiera sobre alguna experiencia de contar sin megafonía. Os voy a hablar de tres de ellas.
La primera fue un proyecto llamado “Alquézar cuento a cuento” compartido con Nacho Pardinilla. Alquézar es la cuna del barranquismo y el pueblo, clasificado como uno de los más bonitos de España, es un filón turístico que lo transforma durante la mayor parte del año. A él llegan miles de turistas, cada calle alberga hoteles y restaurantes, bares y tiendas, los barranquistas de mil nacionalidades con sus neoprenos se pasean por las calles como ranas tras la lluvia. Esto ha hecho que la vida tradicional de Alquézar y su identidad quede olvidada. Durante cuatro años estuvimos contando en sus calles y pasadizos medievales las historias del pueblo. Pero no las grandes historias, sino las historias que se contaban en las cocinas, las que hablaban de brujas, de cómo llegó la electricidad, de esos críos que corrían por las calles, de las ovejas que llegaban cada tarde. Para ello buscábamos rincones con encanto y allí, por la noche, a la luz de un candil íbamos desgranando historias y cuentos. Los grupos podían ser grandes, más de 50-60 personas en la calle, y sin megafonía. El ambiente que se creaba era maravilloso, incluso la gente que pasaba por la calle hacía silencio y las vecinas salían a las puertas de las casas y ventanas a oír los cuentos, una semana tras otra.
La segunda experiencia tiene que ver con las sesiones de cuentos que he realizado este verano. En Huesca la mayoría de los pueblos son pequeños, 20, 30 vecinos en invierno, en verano unos cuantos más con los que regresan a veranear. Todos los pueblos se transforman para las fiestas, se engalanan, montan el escenario para la orquesta y cualquiera que llega por el pueblo debe subir allí. Pero mi empeño ha sido precisamente no usar escenarios. O sí, pero no en alto. Nuestro paisaje y nuestras casas son tan hermosos que no hace falta nada más. Construcciones de piedra, con chimeneas imponentes, puertas adoveladas enormes que funcionan perfectamente de escenografía.
Así que este verano ese fue mi objetivo. En cuanto llegaba, y tras convencer al concejal o alcaldesa de turno, trasladábamos las sillas a un rincón bonito, a una puerta hermosa y la sesión se tejía a sus pies. Sin megafonía, mirándonos a los ojos, dejando que las palabras vistieran los cuentos y sin que nada hubiera entre ellos y el público. Para mí era como volver a la cuna, al lugar de origen. Para ellos, tras las sesiones, un descubrimiento. Los pequeños sin moverse, pidiendo más. Los mayores volviendo a las noches a la fresca de su infancia, a las cocinas a oír los cuentos de los abuelos. Es de las sesiones que guardo mejor recuerdo por cómo han transcurrido, por todo lo que han provocado.
La última experiencia de la que os voy a hablar fue en agosto. Estuve contando en un sitio espectacular, la pradera de la casa rural Campacruz, en Puyarruego. Una fiesta para la familia, para los amigos, al aire libre, con chocolate y bizcochos caseros. Toda la comarca invitada. El espacio es grandísimo y por eso en este caso sí iba a contar con megafonía. Todo estaba preparado, trajeron un equipo, todo estaba dispuesto, pero cuando empecé a contar… no funcionó. La pradera estaba con un buen número de personas esperando oír cuentos y por más que se intentó e intentó, no hubo forma de que el altavoz funcionara, para desesperación del técnico. Finalmente recoloqué al público, me acerqué a él y conté sin micro. El ambiente que se generó fue fantástico, participativo, alegre, de fiesta. Al lado de la casa hay un camping y un camino por el que trasncurren los campistas. Por el rabillo del ojo, mientras contaba y contaba, podía ver como alguno de ellos se quedaban allí para oír los cuentos.
Mi experiencia particular es que no siempre un micro sirve de ayuda, la mayoría de sesiones que hago no son de gran formato: escuelas, bibliotecas, institutos, pueblos… no veo necesario ni imprescindible la utilización de megafonía. No necesito un equipo con música para atraer su atención, ni volumen excesivo para que escuchen más atentos. Para mí es mucho más importante poder mirarlos a los ojos, estar cerca de ellos, colocarme a su mismo nivel y darles tantas ganas de seguir oyendo cuentos que cualquier ruido que haya a nuestro alrededor les moleste y sean ellos mismos los que se preocupen porque la sesión pueda continuar sin distracciones. Cuando la historia es buena, cuando les atrapa el cuento, el público se esfuerza por mantener el silencio.
Este artículo se publicó en el Boletín n.º 81 – ¡Al aire libre! Narrar historias bajo el cielo