Narrar la historia de mi país siempre ha sido una pasión para mí como cuentero. Quizás eso lo heredé de Florencia Ramírez, una profesora de ojos verdes, cabello castaño,  y capaz de provocarnos miedo, a todos sus alumnos de 13 años de edad,  con solo ingresar al aula del colegio: por su exigencia, sus exámenes orales, el jugueteo efectista con su collar y su tono de voz nasal. 

Pero no fue el miedo a ella lo que me contagió el amor por la historia. Fue que en medio de sus clases exigentes, cuando ella dejaba de lado las pruebas que nos pedía para localizar ríos y montañas en mapas en blanco, cuando desistía de preguntarnos causas y consecuencias de los hechos, ella decía:

“Guarden los cuadernos y todo lo que tengan encima de los pupitres: hoy la clase es de historia y lo primero que vamos a hacer es contar los hechos”

Entonces ella narraba con pausas, silencios, descripciones detalladas y secuencias activas los acontecimientos que, de acuerdo al plan de estudios, habían constituido a Costa Rica como nación. 

En sus clases había luz de medio día en las batallas, olor a sangre en los callejones, calor ardiente en las paredes, hambre y sed, pólvora en los oídos, soldados rompiendo sacos a la hora del almuerzo para meterse el arroz crudo en la boca y seguir disparando… sí: Florencia Ramírez sabía pintar imágenes con sus palabras, y puso así en mí el deseo y la curiosidad  por saber más de los hechos históricos. Porque sí: enamorar con una historia es sembrar la curiosidad por recorrer más sus caminos, conocer más sus circunstancias, averiguar más de sus personajes.

Con esa técnica pedagógica, pero sobre todo con su pasión,  aprendí que dar clases de historia se parece, ciertamente,  al  analista de noticias que contrasta estadísticas y posibles interpretaciones de hechos, pero ante todo debe ser un viaje entretenido con un guía turístico capaz de mostrarnos el asombro en medio del aparente silencio de unas paredes antiguas, unos documentos amarillos y secos y unos óleos de museo. No es muy diferente esto a contar cuentos. Y más si lo que se cuentan son hechos históricos. Lo que cambia es el escenario.

 

A la prensa y al archivo 

Paralelo a mi pasión por la historia, fue creciendo el amor intenso por el teatro. Sin embargo, al elegir carrera opté por las Ciencias de la  Comunicación Colectiva, un punto medio que en aquel momento me permitía vincular el arte con el gusto por investigar, y al mismo tiempo optar por un trabajo en un medio de comunicación. Trabajé 16 años como periodista y en medio de eso descubrí la cuentería y cursé una maestría en historia. Fue justo cuando las condiciones se dieron para unir los tres saberes y de pronto, como cuentero, me vi retomando las descripciones  y narrativa que tanto me gustaban en las clases de la profesora Florencia Ramírez.  

 

¿Narrar o analizar?

Sin embargo, en medio de esa apuesta escénica por contar la historia, me encontré con profesores de maestría que veían en la narrativa una visión superada de enfocar los acontecimientos del pasado. 

Para ellos, las narrativas históricas eran la manera privilegiada en la que se mostró la historia positivista, esa que ve los hechos humanos como progreso, como pasos siempre hacia delante  y a menudo silenciando a minorías y contradicciones. 

Esa historia que se cuenta centrada en generales, políticos, héroes, próceres: representantes de un poder ganador que invisibiliza a las grandes masas, verdaderos protagonistas de la historia. 

Para mis profesores de maestría, la ciencia histórica había dado un vuelco en el siglo XX, y a partir del aporte de otras ciencias sociales, como la economía, la sociología, la antropología, la estadística, entre otras,  podía visibilizar a grupos hasta ahora silenciados, grandes masas populares protagonistas de la historia, cuyas versiones merecían ser explicadas y compartidas, y que para conocerlas había que agrupar datos e interpretarlos, más que contar anécdotas. 

De ahí que las clases de historia en la maestría no eran narrativas, como las de mi profesora Florencia, sino argumentativas. Además se partía de una definición de historia muy sugerente: un  saber siempre en construcción porque los hechos fueron únicos, pero las versiones que los interpretan no lo son. 

He de reconocer que ese contraste me hizo meditar mucho sobre la pertinencia de utilizar la historia como fuente para mis espectáculos de cuentería: ¿era acaso un error narrar hechos porque con ellos fijaba una versión y le daba peso a figuras de poder que representaban visiones interesadas en la construcción ideológica del poder?

 

Momento de decisión

Me respondí que el problema no era la narrativa, sino la selección de las versiones por contar. De hecho, darle voz a las grandes masas y no a los generales era de por sí una opción también de mirada de los hechos, y por lo tanto un saber en construcción, visión también parcial,  abierta a debates. En ninguno de los dos casos la historia escapa de la ideología, sino que la reconoce, la aprovecha y la utiliza para interpretar, mostrar y debatir. Yo podía darle voz narrativa en un personaje a todas esas masas que se visibilizaban en las clases de historia con la estadística y el análisis del discurso. 

Entonces, me propuse la tarea de buscar las fisuras en la historia:  esos hechos que presentan dudas en las versiones que normalmente se cuentan en los colegios, no porque había que negarlos ad portas, sino porque podían generar sanas interrogantes en los estudiantes. A final de cuentas, hacer pensar, cuestionar, es un propósito en común entre la narración y la educación. 

Así, por ejemplo, en mi país el 1 de mayo es feriado no porque sea el Día del Trabajador sino porque es el día de la Rendición de William Walker, un filibustero estadounidense que intentó invadir Centroamérica a mediados del siglo XIX.  

En mis clases de historia descubrí que el personaje no se había rendido, sino que había escapado en  una especie de negociación entre los dirigentes militares centroamericanos y la armada estadounidense: el ejército norteamericano podía llevarse a Walker  sin ocasionarle “la deshonra” de la capitulación. En otras palabras no existe la “rendición” por la cual el 1 de mayo es feriado en mi país. 

Quizás solo sea un asunto de semántica, pero esa versión de los hechos, poco potable para los que aman la “gloria” y la épica en la narrativa histórica y colegial, es la que me sirvió de base para construir un relato sobre la transacción militar entre Centroamérica y la armada estadounidense, y compartirlo con los estudiantes de los distintos colegios a los que me invitan como narrador.  Una versión de la historia convertida en cuento a partir de una fisura con la historia oficial. Los profesores de historia, en algunas ocasiones, retoman el tema en sus clases, luego de haber visto el cuento. 

 

Para contar la historia 

De esa manera, en mis experiencias como narrador e investigador, he pensado en cinco aspectos que me gusta aplicar cada vez que vinculo la cuentería con la historia. 

  1. Las versiones sobre un hecho son siempre diversas. Antes de construir un relato sobre un hecho histórico procuro averiguar todas las versiones posibles y entender cómo y por qué se construyeron. Cuáles son sus énfasis y silencios, sus promotores, sus canales de distribución y su credibilidad desde el punto de vista histórico. 
  2. Busco las historias en las fuentes secundarias, no siempre canalizadas en forma narrativa, sino en un hecho perdido en algún párrafo de un texto descriptivo, analítico o argumentativo. También en las fuentes primarias (documentos, testimonios) 
  3. Nunca cuento la historia en tono épico. Por lo general abordo los hechos desde el tono picaresco, con sentido del humor. El tono épico es rígido y unifica sentidos, el humor diversifica visiones y muestra agujeros, contradicciones, genera preguntas. Huyo del sepia, le pongo colores. Aún así, doy paso a la nostalgia si la historia lo pide. 
  4. Me aparto de principios o finales moralizantes. Muestro la vida y no saco lecciones de ellas. Sin embargo, me gusta generar diálogos con los estudiantes al final de las funciones, contestar preguntas. Hacer un poco de cuento foro. 
  5. Me divierto en el proceso. Si hay un tema que no  me resulta divertido, lo dejo a un lado hasta encontrar el placer en el montaje. Si no hay placer, no puedo transmitir eso. Mi premisa es que la historia no puede ser aburrida. Me gusta hacerme preguntas como narrador o como personaje durante el cuento. A veces me permito contar incluso la misma historia desde distintas versiones y que la gente decida con cuál se queda. 

Así pues, sigo de alguna manera haciendo un homenaje a aquella Florencia Ramírez que nos atemorizaba tanto y que, a la vez, nos daba tanto placer con la historia de mi país. Tal y como las clases de Florencia, creo que la vida es un poco así: entre el miedo y el gozo, enre el placer y el deber, entre la rutina y el encanto de la sorpresa. ¿Cómo enseñarla entonces de manera aburrida y plana?

Rodolfo Gonález Ulloa

 

Este artículo se publicó en el Boletín n.º 74 de AEDA – Censura