AnaGarralón AEDA19
Jornadas AEDA -Huesca, junio 2019

Conferencia de cierre en el marco de la V Jornada de Narración y Lectura 

Puedes escuchar la conferencia aquí: 

 

 

Texto completo de la conferencia aquí: 

 

 

Muchísimas gracias por la invitación a participar en esta jornada y por la libertad que se me ha dado de escoger el tema y el tono.

Tengo que confesar que el título de esta charla se lo debo a la escritora Marina Colasanti. Marina es brasileña de adopción, pero sus padres eran italianos. De su país, Italia, se llevó una gran tradición de cuentos tradicionales que reescribió manteniendo el espíritu clásico en un país tan tropical como Brasil. A quienes no la conozcan recomiendo leer y contar sus cuentos, preciosos artilugios modernos que consiguen aunar el viejo acervo con la modernidad sin estar exentos de crítica. Marina, además, ha reflexionado mucho sobre su tarea de escribir y supongo que ha tenido que justificar demasiadas veces ese gusto por lo clásico. En una conferencia titulada Leyendo en la casa de la guerra, recuerda su infancia. Marina nació en la por entonces Abisinia, hoy Etiopía y Eritrea, donde su padre estaba enrolado en las guerras coloniales italianas, el mismo año en que Japón declaró la guerra a la China, en plena Guerra Civil española y cuando Italia declaró la guerra a Francia. Hasta los ocho años, vivió en la casa de la guerra, como ella ha llamado a ese espacio donde el tiempo continuaba a pesar de todo. En esos años ella se refugió en los libros, en sus “años-biblioteca”, como lo llama, con un hermano con quien jugaba a estar en las selvas de Malasia, en las praderas del Oeste, construyendo casas en las secuoyas o siendo piratas. Un mundo creado gracias los libros: Salgari, Stevenson, Julio Verne, Mark Twain, Peter Pan, Las aventuras de Gulliver, y, por supuesto, Corazón de Edmundo de Amicis. Además de estos libros de aventuras y dramas, tuvo a su alcance los cuentos de hadas. Y dice:

Leí innumerables veces la bella historia de Piel de asno, en la que la princesa se convierte en guardiana de puercos y se cubre con la sucia piel de un asno para huir de su padre, que quiere casarse con ella. Morí de miedo con Barba Azul, asesino de sus esposas. Sentí amenazada mi cabeza cuando el ogro, creyendo matar a los hermanos de Pulgarcito, decapita a sus cinco hijas.

Cuando Marina escribió este texto era el año 2003 y en esa época le contaban que, en Alemania, los padres no daban a leer a sus hijos libros o relatos que incluyeran guerras, violencia o muerte. Y aquí aparece mi deuda con el título:

Todos recordamos aquel momento, luego aceptado como un gran error, en que los cuentos de hadas fueron enviados a la lavandería, para retirarles toda mancha de sangre. El resultado fue que, al limpiar la sangre visible, se drenó también la invisible, esa que corre por las venas de las historias, y las anima y les da vida. Y los bellos cuentos de hadas se tornaron pálidos, débiles, inexpresivos.

Marina habla de una vieja batalla, en la que todavía estamos inmersos. Recordemos que en los años setenta comenzó la caza de brujas y de hadas y de estereotipos en los cuentos populares. Fue en esa época cuando Bruno Bettelheim escribió su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas para evitar la lavandería ideológica que estaban sufriendo aquellas historias con las que él había trabajado junto a niños con dificultades psicológicas. En ese libro demuestra haber estudiado el origen y significado de estas historias, la similitud de sus temas en civilizaciones diferentes y la presencia constante, así como la pasión con la que los pequeños escuchaban esas viejas historias. Y dice tajante: "Nunca ni en ninguna parte ha sido el hombre capaz de hacer frente a los avatares de la vida sin recurrir a fantasías que, al tiempo que le alegraban y confortaban, aportaban un alivio imaginario a las tensiones y zozobras de su opresivo entorno”.

Los cuentos de hadas han sido revisados con lupa por estudiosos como el chileno Hugo Cerda, quien los radiografía desde una perspectiva marxista en su libro Ideología y cuentos de hadas. Leyendo, años después, este intenso volumen nos damos cuenta de la complejidad de llegar a conclusiones. En un capítulo dedicado a Caperucita Roja, detalla cómo algunas versiones, como la de Antoniorrobles con su Caperucita Encarnada, fallan. Y dice:

Todo este tipo de relatos se encuentran demasiado arraigados en un sistema cultural e ideológico dominante, como para pretender alcanzar algunos resultados cualitativos con sólo introducir algunas modificaciones aisladas a asuntos de menor cuantía. (…) Poner en tela de juicio este tipo de cuentos, equivale a poner en el banquillo de los acusados la propia cultura e ideología del sistema. De ahí que nos parezca hasta cándido, el pretender derrotar el carácter aleccionador de esta literatura mediante fórmulas también moralizantes, donde el lobo se convierte en un personaje benévolo y bondadoso. (…) Vestir con un nuevo ropaje ideológico su esquema ya plenamente identificado con los valores dominantes, no es el mejor camino para alcanzar resultados óptimos en este terreno.

En los años noventa son numerosos libros que todavía conservo: los estudios de Adela Turin, uno de ellos traducido al español, Los cuentos siguen contando, su largo estudio de los entonces incipientes libros álbum donde las imágenes simplificaban, según su lectura feminista, el modelo femenino. Es un trabajo interesante donde habla de objetos como las gafas y periódicos, las sillas o las ventanas como representación del mundo puertas adentro que parece pertenecer a la mujer. Las imágenes de la madre y su relación con los hijos, las familias y los roles de las niñas en estos libros. Termina su ensayo diciendo:

La literatura infantil debe apoyar el deseo de liberación de las niñas. Debe luchar contra la pobreza, la falta de incentivos y la monotonía de los destinos que los libros ilustrados siguen proponiéndoles.

Ella misma se pone a la tarea creando una colección, A favor de las niñas, con títulos tan emblemáticos como Arturo y Clementina, o Rosa Caramelo. Y, en esta época, ya con libros que tratan de cambiar la visión de los roles de género, comienzan algunos estudios sobre su recepción, como el de Brownyn Davies titulado: Sapos y culebras y cuentos feministas, valiosísimo por su trabajo de recepción en los niños. Escuchando los comentarios de los pequeños cuando les han puesto en sus manos libros escritos para invertir los roles de género, nos damos cuenta de que lo que los niños quieren, en el fondo, es una buena historia con la que dejar volar la imagiación. En su libro critica los libros cuyo foco está puesto en el tema, como Oliver Button es un nena o los citados de Adela Turin, y dice:

Estos cuentos fascinan a aquellos adultos que han hecho de las relaciones entre los géneros una parte delimitable y analizable de sus vidas diarias. La predisposición de los niños a participar en este tipo de narraciones de carácter esencialmente adulto es nula, pues, como es de suponer, no están interesados en absoluto por los problemas entre maridos y mujeres.

Davies deja ver en su texto las dificultades que conlleva crear y modificar cuentos en clave feminista. En su investigación habla de libros que buscan imágenes novedosas pero fracasan en sus historias, o de libros que trabajan con lo ya conocido en historias que no construyen metáforas que reelaboren las formas de relacionarse con los libros.

En otro libro interesante, de la italiana Elena Gianini Belotti, que fue traducido en Venezuela con el título de A favor de las niñas, se cuenta el trabajo de un grupo de feministas de Princenton en los años setenta que analizaron “con perspectiva de género” miles de novelas para niños y editó un listado de libros prohibidos que distribuyó en bibliotecas, escuelas y asociaciones de maestros. De los mil libros examinados se salvaron 200 y los otros 800 fueron juzgados como “irremediablemente machistas”.

Muchos años después, muchos libros después, un grupo de madres del AMPA de un colegio progre de Barcelona, retiraba el 30% de libros de la biblioteca infantil por considerarlos “tóxicos” desde esta perspectiva de género. La historia, se repite. 49 años después de los aportes de Bettelheim, 16 años después del texto de Marina, las lavadoras de cuentos están funcionando sin parar.

Un escritor que ha utilizado mucho los cuentos populares, Gianni Rodari, se hizo también eco de esta discusión. En un texto publicado en 1970, A favor y en contra de los cuentos, que recoge la recopilación hecha por Blackie Books Escuela de fantasía, Rodari se pregunta: ¿Sigue habiendo un lugar para los cuentos en una educación moderna? Y toma como ejemplo el cuento de Pulgarcito para analizar su riqueza: lo minúsculo, el número siete con toda su carga simbólica, el tema del bosque y la casa oculta en él, la bruja y el ogro, las botas mágicas dentro de la categoría de los objetos encantados, la muerte y el viaje. Rodari ha leído las dos obras de Vladimir Propp, Morfología del cuento y Las raíces históricas del cuento, y en su artículo justifica la gran riqueza de sus variantes enfocadas en crear historias que se relacionan con el mito de iniciación, tan querido por los pequeños. En su argumento, dice:

Los pros y los contras de padres y educadores no son unívocos, pero todos se basan (como, por otro lado lo hacen nuestras opiniones personales), en intuiciones, en principios (o prejuicios) teórico-pedagógicos, y no en hechos. Es decir, no se basan en estudios experimentales, que no existen, y tampoco en investigaciones especiales, que nadie ha decidido todavía llevar a cabo. (…) Las afirmaciones generales del tipo “los cuentos siempre gustarán” o, al contrario, “los cuentos ya no pueden seguir gustando” se hacen sin fundamento. En el mejor de los casos se trata de generalizaciones (arbitrarias) de experiencias limitadas o incluso familiares, esto es, relativas a un solo niño.

Una de las conclusiones a las que llega, dentro de la idea de que los cuentos son literatura, es decir, lenguaje, es que lo maravilloso de los cuentos les sirve para construir, pedazo a pedazo, la diferencia entre lo posible y lo imposible, entre lo auténtico y lo inventado. Y enlaza estas ideas con la pérdida de la imaginación en sociedades que buscan la producción y el consumo con ciudadanos un tanto alienados cuya imaginación les impediría ser auténticos creadores capaces de imaginar mundos distintos y mejores que el que le ha tocado vivir. Después de leer (y subrayar mucho) este artículo, nos damos cuenta de que Rodari justifica ampliamente los cuentos. Frente al discurso que plantea la necesidad de un discurso científico y realista, opone que la ciencia ha necesitado siempre la imaginación; frente a los argumentos sobre el horror y los detalles espantosos, opone la necesidad de una experiencia afectiva (los padres leyendo, por ejemplo); frente al discurso de que dan miedo, opone la idea de que los cuentos tienen un pie plantado firmemente en el mundo del juego. Por último, apela a la inteligencia de los pequeños, que siempre saben que un libro que comienza con “Había una vez” les está separando de su realidad.

Este artículo de Rodari es completamente moderno.Y se pude juntar con un artículo titulado Malas de cuento que escribió en el año 2011 la escritora Soledad Puértolas, imagino que a raíz de algún ataque a los libros de hadas y brujas. En su artículo habla de cómo la literatura necesita estas brujas y madrastras:

Si optamos por atenernos a la figura de la madre, llegaríamos a una conclusión igualmente inquietante: la madre es una perfecta estúpida. No tiene ningún sentido que envíe a su hija en medio de la tarde y con el bosque a sus puertas a casa de la abuelita. Sus advertencias de peligro, como debería de saber, se convierten en incitación, en tentación. Una madre tonta acaba siendo una mala madre.
Pero los cuentos infantiles no son realistas, sino simbólicos. Hay muchas más madrastras y brujas que madres bondadosas. La protección materna eliminaría la tensión. En compensación, existen las hadas. Estas bellas y etéreas mujeres, que también tienen complicadas historias a sus espaldas, se encargan de ayudar a los protagonistas de los cuentos cuando se hallan más desesperados. Por eso, sin duda, me gustaban tanto estos cuentos. Siempre podías contar con la intervención oportuna y mágica de las hadas.

Puértolas podría haber publicado este artículo hace meses y tendrían plena vigencia, pues volvemos a estar en un momento de extremada limpieza. Volvemos a tener, otra vez, los cuentos pálidos, débiles e inexpresivos a los que aludía Colasanti. Un momento en que si alguien escribe un cuento donde aparece la palabra fuego, se refiere únicamente al “fenómeno caracterizado por la emisión de luz y de calor, generalmente con llama” -según la RAE- y se evitan a toda costa significados que puedan llevar a ambivalencias como serían el fuego de su amor, el fuego fatuo, marchitarse a fuego lento, nadie apaga el fuego con aceite, ni atiza con fuego una conversación, muy pocos están ya entre dos fuegos y, desde luego, nadie echa fuego por los ojos.

En la lavandería son especialistas en limpiar restos de los viejos tiempos: roles anticuados, personajes que no queremos que se ofendan, ciertos estereotipos y actitudes que no nos parecen adecuadas para niños.

Pero lo que mejor hacen en esa lavandería de cuentos es quitar las manchas de símbolos. No dejan ni rastro. Les da igual lo que represente algo tan aparentemente inofensivo como un huevo, ese misterio de la naturaleza que ha fascinado a lo largo del tiempo y sobre el que tanto se ha escrito y representado. No importa si hay mitos que hablan de él, si en Grecia se crearon historias a su alrededor, si aparece en representaciones milenarias, si los que lo han visto en El jardín de las delicias de El Bosco se preguntan por qué el que representa el mundo está de pie mientras que los otros están tumbados. Qué más da si en un bronce del siglo VIII a de J.C. aparece representado en un cascabel cargado de formas con significados. Qué más da que haya sido pintado por Romano Parmeggiani, por Piero de la Francesca, por Brancusi y por tantos otros. En la lavandería les da igual que la forma de un embarazo sea oval y el huevo represente, justamente, el misterio de los orígenes del mundo. No encontraremos ningún libro para niños que ahonde en este enigma. A lo mucho, ya desposeído y degradado, podrá aparecer como un huevo coloreado de pascua.

Las ideas y las emociones, que nos parecen tan reales como cualquier hecho físico son, sin embargo -y por mucho que se empeñen en algunos cuentos de cuantificarlas- invisibles e intangibles. Una manera de darles esa intensidad en la literatura es usar símbolos: detalles concretos, que evocan esas ideas y emociones en la mente del lector pues el escritor nos hace visualizar su significado. Los símbolos pueden ser cualquier cosa, desde el citado huevo hasta la ambientación de un relato: un objeto repetido, una sustancia, una forma, un gesto, un color, un sonido o una fragancia.

El simbolismo en la literatura tiene tres efectos que dependen de cómo se use:

1-el símbolo aparece en un momento importante del relato y subraya su significación. Para comprender el clímax de Moby Dick debemos saber todo lo que simboliza la ballena blanca

2-Un símbolo repetido varias veces nos recuerda algún elemento constante en el mundo del relato. Volviendo a Moby Dick, el color blanco que aparece en la cicatriz de Ahab, en los fuegos de San Telmo, en el calamar blanco, en el “chorro fantasma” y en la ballena blanca, simboliza todo lo que Ahab más odia.

3-Y tercero: un símbolo que reaparece en distintos contextos ayuda a definir o a clarificar el tema; para interpretar el simbolismo blando en Moby Dick, debemos enterarnos de qué significado común pueden tener una cicatriz blanda y un calamar blanco. Un mismo símbolo puede funcionar de varias maneras.

El símbolo en la literatura causa sin duda más dificultades en los lectores que cualquier otro recurso, no porque estemos hablando de algo exótico o difícil sino porque muchas veces se quedan como hechos verosímiles dentro del relato y nada más. A pesar de que estamos rodeados de símbolos: en la ropa o en la publicidad, los símbolos literarios expresan significados para los cuales no existen símbolos convencionales pues primero tenemos que reconocerlos y, segundo, descubrir qué significan. Pongamos un ejemplo. El cuento El pato y la muerte de Wolf Erlbruch, un libro álbum que la mayoría de los que estamos aquí sin duda conocemos, la historia del pato que encuentra la muerte se encuentra claramente definida y representada en las dos figuras protagonistas. Sin embargo, en el libro hay un tulipán (en cuya edición en español, por cierto, esa palabra ha sido suprimida del título). Si nos preguntamos qué pinta el tulipán y miramos un diccionario cualquiera de símbolos nos dirá que las flores, por su belleza, son símbolos de la fugacidad de la vida, se corona con ellos a los muertos, por su forma simbolizan el centro y, por consiguiente, son una imagen arquetípica del alma. Vemos entonces que en un libro sobre la muerte está representada ésta, la vida y el alma. Si nos fijamos con cuidado, vemos que el ilustrador tiene escenas donde el tulipán está decaído o bien vivo y, al final, cuando el pato ya descansa, tiene sobre su pecho el tulipán.

En otro libro clásico, Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, podemos observar una gran cantidad de símbolos: figuras puntiagudas que marcan los momentos de tensión, formas redondeadas que indican tranquilidad o seguridad; el bosque que aparece cuando Max está enfadado y representa el ingreso a un mundo nuevo, o tal vez una regresión si conocemos que el bosque simboliza el espacio materno. Su viaje por mar cuando huye simbolizaría una especie de renacimiento: el agua representa la muerte y la disolución, pero también renacimiento y nueva circulación, que es lo que hace Max cuando explora un nuevo lugar. Maurice Sendak, por cierto, alimentó su infancia con cuentos populares y de hadas y sin duda usó este rico imaginario al escribir sus propias historias. Su cuento favorito, ha dicho varias veces, fue La mariposa de Andersen, por los “otros sonidos y metáforas” que evocaba. Así funciona la tradición: se mueve de una época a otra, transformándose en nuevas historias cargadas de simbolismos. ¿Qué podremos esperar de futuros escritores que solo hayan leído cuentos titulados: el delantal de papá?

Una manera, sin duda vieja, de interpretar los símbolos se basa en notar sus connotaciones, compararlo con su contexto y comparar los contextos entre sí es muy útil, pero no existe un “método” que remplace la atención profunda y la reflexión. Leemos un relato varias veces, sospechando que hay insinuaciones que tratamos de desentrañar. Para desvelar ese misterio usamos las herramientas que tenemos: nuestro conocimiento previo de la obra del autor, acercarnos más a la trama y los personajes, preguntarnos a dónde quiere llegar el autor. Desentrañar la respuesta puede ser un gran placer (el famoso “placer de leer”), algo así como resolver un acertijo complejo, pero la verdadera recompensa es que el símbolo, adecuadamente comprendido, agrega realidad al relato en tanto nos deja percibir directamente, a través de los sentidos, alguna idea o actitud que es parte de la experiencia que describe el autor. Y aquí reside una de las dificultades de la valoración de las obras. Para ilustrarlo me gustaría hablar de un libro que acaba de publicarse de la periodista francesa Mona Chollet titulado: Brujas ¿estigma o la fuerza invencible de las mujeres? Largo tiempo denostadas las brujas de los cuentos de hadas por los movimientos feministas de los setentas al considerarlas las “antimadres”, ahora estos mismos grupos las reivindican como modelo de mujeres independientes y libres. La propia periodista cuenta su experiencia:

[las brujas de los cuentos populares] eran un acicate para la imaginación, proporcionaban escalofríos de un delicioso pavor, daban la sensación de aventura, abrían las puertas a otro mundo. (…) Ellas eran las que tenían la última palabra, la que hacía morder el polvo a los malvados. (…) A través de ellas me vino la idea de que ser una mujer podía implicar un poder suplementario. [la bruja] Te remite a un saber telúrico, a una fuerza vital, a una experiencia acumulada que el saber oficial desprecia o reprime. (…) La bruja encarna a la mujer liberada de todas las dominaciones, de todas las limitaciones; es un ideal hacia el que tender, ella muestra el camino.

Por eso cada lectura es única e individual y cada libro significa cosas diferentes para los lectores. El escritor Ricardo Piglia lo dice mejor que yo:

La variedad de lecturas a que puede ser sometido un mismo libro es increíble y la experiencia es muy útil para analizar el estado de la reflexión sobre la literatura en un momento determinado. Más allá de los valores y de los juicios de gusto (que pueden ser coincidentes), es notable comprobar el modo en que el libro que uno ha escrito cambia y se transforma y se convierte en otro según el recorte que haga el crítico o el lugar desde donde se lee. Se ve por supuesto ahí con una claridad nada común el carácter ideológico y social de la lectura.

Hacer este tipo de lectura en busca de símbolos implica por un lado tiempo y paciencia y, por otro, textos que nos permitan leer de esta manera. Libros que nos inviten a leerlos de múltiples maneras, que nos empujen a la interpretación, hay pocos. Poquísimos. La policía del pensamiento está presente en cada libro. No me voy a extender en esto sobre lo que ya he hablado en mi blog ampliamente, pero atacar los símbolos es la manera más fácil de vaciar la literatura de riqueza y complejidad.

Sin embargo, necesitamos las historias, y una de sus funciones es tejer vínculos entre el pasado y el presente, entre el presente y el futuro. En estos momentos parece que solamente estamos mirando hacia el futuro. Ese pasado conectado a la naturaleza, a un imaginario rico en fantasía está a punto de desaparecer. Angela Carter en su prólogo a sus Cuentos de hadas dice así:

Estos cuentos de hadas, estos cuentos populares de la tradición oral constituyen el lazo más fundamental que tenemos con el imaginario de los hombres y mujeres corrientes cuya labor ha dado forma a nuestro mundo.

Me gustaría insistir también en este punto: el de la conexión con la naturaleza. Me atrevería a decir que el 90% de los adultos que compran libros infantiles viven en entornos urbanos. Ciudades de cemento donde la naturaleza únicamente decora, donde la vida automatizada ha significado la pérdida de esa conexión un tanto mística y misteriosa con la naturaleza. Libros como los de Thoreau que se aísla en una humilde cabaña, u otros como Un año en los bosques, o similares que recogen experiencias en busca de ese contacto primigenio, son una señal de lo desconectados que estamos de ese mundo mágico y misterioso, capaz de hacer que nos preguntemos por los enigmas de la vida. Pensemos en un bosque y en todas las resonancias que tiene con lo literario. Pensemos en el árbol, símbolo universal del conocimiento, con sus troncos enlazados que se unen y se separan representando la unión, la diferenciación o la expresión de la manifestación múltiple antes del retorno a la unidad, una imagen frecuente en las tradiciones chinas, islámicas y cristianas. O en su verticalidad, en lo que se alza desde lo inferior a lo superior, el paso de las tinieblas subterráneas hacia la luz. Que el árbol haya sido el vegetal del reino de la naturaleza se debe, con toda la probabilidad, a que es el único vegetal vertical que se yergue ante el animal vertical que es el hombre: ambos tienen los pies en el mismo suelo. La escritora Ana María Matute dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española a los bosques. Enlazó su fascinación por estos espacios con un

elogio, y acaso también una defensa, de la fantasía y la imaginación en la literatura (…) y que opongo a la aridez de la actitud que tan a menudo nos rodea, que se niega a ver la dimensión espiritual de lo material.

Se ha escrito mucho sobre los cuentos de hadas y sus diferentes interpretaciones de por qué sobreviven en el tiempo. Bettelheim lo hizo desde el psicoanálisis estudiando el inconsciente; Mircea Eliade filosofó sobre la imaginación simbólica; después de Jung muchos estudiosos analizaron el inventario de los símbolos para encontrar patrones culturales comunes en muchas culturas; o, desde la antropología, la función iniciática de los mismos basada en su estructura: objetos cerrados, repetitivos, encantadores, de sentido inmediato, relatos que han acompañado a la humanidad en sus ritos y ceremonias. Georges Jean, en su libro El poder de los cuentos, dice así:

No hay nada que atestigüe mejor el origen antiguo de los cuentos que la presencia constante de bosques inmensos, sombríos, laberínticos, en el seno de los cuales uno se pierde. A imagen de los bosques primitivos que recubrían, como todos saben, extensísimas superficies del antiguo continente europeo. En un cuento tan “escrito” como el Pulgarcito de Perrault, se menciona así dicho bosque: “Se dirigieron hacia un bosque espeso donde, a diez pasos de distancia, no se distinguían uno a otro”. El bosque primitivo de los cuentos es un lugar de tinieblas en el cual desaparecen las apariencias.

Para Antonio Martínez Menchén, en su ensayo titulado Narraciones infantiles y cambio social retoma los estudios de Frazer y Aarne-Thompson para explicar la relación de los cuentos con los ritos vegetales y dice esto de Caperucita Roja:

En cuanto a Caperucita Roja la alegoría es mucho más directa, ya que, en un buen número de versiones el cuento termina con leñadores que abren las entrañas del lobo para que la devorada Caperucita retorne a la tierra alegre y sonriente. Si tenemos en cuenta que, según Frazer, el lobo en muchos países -Francia entre ellos- representa el espíritu del grano, no nos cuesta demasiado trabajo suponer que el cuento es la inversión del mito primitivo, en el que el devorado-enterrado es el lobo-espíritu del grano, mientras que Caperucita es la devoradora, es decir, la tierra o su representante en el símbolo místico.

Complicado, ¿verdad? Sin duda es más fácil plantear el sentido del cuento con una pregunta como la que me hicieron recientemente en una entrevista donde estábamos hablando del supuesto desfase de los cuentos de antes. Y la pregunta terminaba de esta confusa manera: ¿Hasta qué punto ha contribuido que el lobo simbolice el mal a que se le haya perseguido hasta hacerlo desaparecer de muchos de nuestros montes?

¿Queremos perder estas imágenes, este “poder de los cuentos” que es la fascinación por lo oculto, lo escondido, por lo que cada lector intenta atrapar con su lectura y sus interpretaciones?

Ana María Matute recuerda que la sola imagen del bosque

ha sugerido toda suerte de historias y leyendas, de recuerdos que ignoraba poseer, pero que estaban ahí, confundidos entre los árboles o escondidos en la espesura de los zarzales.

Para ella, además, los libros son una analogía del bosque, pues para ella fueron en su infancia un refugio lleno de sombras y de ensueños. Y la filósofa María Zambrano, en su libro Claros del bosque habla de la posibilidad que ofrece el bosque de un claro inesperado,

…un lugar vacío donde el hombre logra descubrir, en efímeros instantes, ese juego de imágenes haciendo y deshaciendo la realidad y donde, acallando los rituales de la existencia, puede escuchar “la palabra callada”

En todos los manuales de escritura y en los de crítica literaria hay siempre uno o varios capítulos reservados a la complejidad. La complejidad es la suma de varios factores en la tarea de escribir: la forma, el tono, las palabras elegidas, el punto de vista, los personajes, la trama, el diálogo, los escenarios y hasta el tema. En Las aventuras de Huckleberry Finn la manera de contar del chico protagonista incluye gramática errónea y argot. En La dama del perrito, de Chejov, todo el cuento está narrado en tonalidades de gris reflejando el callado anhelo y el corazón humano cuando está con turbulencias. El escritor riega la tierra con gotas de imaginación para llegar al corazón de ese extraño que es el lector. Los libros de Roald Dahl son magníficos porque utiliza de manera muy hábil los diálogos para reflejar conductas, acciones y hacer avanzar la lectura. La primera persona de Pippi Calzaslargas es absolutamente encantadora y llena de provocación, lo que nos hace preguntarnos en cada página cómo va a salir de los líos en los que se mete ella solita. Todos estos libros van a lo más profundo de sus personajes, a sus sentimientos, casi siempre con simpatía. El lenguaje da forma a todo esto creando imágenes. La escritora argentina Hebe Uhart, en un libro donde Liliana Villanueva transcribe sus talleres de escritura, dice:

Para escribir se necesitan dos cosas: el sentido del lenguaje y el sentido del misterio. En el lenguaje uno percibe un misterio, algo que aparece más allá de lo que digo o me dicen.

Por lo general, no vale escribir: “qué triste se sentía”, sino mostrar la tristeza. Y esto solamente se puede hacer a través de imágenes, metáforas, ambientes y un uso rico del lenguaje que lleve a los lectores a ese sentimiento. En literatura infantil es muy difícil encontrarlo. La literatura es el detalle, una especie de artesanía hecha de artificios que provoca reacciones impensadas en los lectores. En el más reciente libro de Juan Eduardo Zúñiga, Recuerdos de vida, explica algo de esto:

Llegó un día en que puse los ojos no en un cuento de Antoniorrobles sino en un libro que, entre otros, estaba sobre la mesa de despacho de mi padre. Lo abrí y encontré una lámina que me asombró. Era un coloso muy alto, de piedra desgastada y rota por tantos siglos (…). Algunos viajeros de la Antigüedad que visitaban Egipto afirmaban que, a la salida del sol, y sólo entonces, el coloso hablaba, murmuraba algo que nadie entendía. (…) MI curiosidad creció: ¿cómo podían hablar si eran solo piedras? ¿Sería una frase o un simple rumor lo que se oía? Leí esto a los once años y me inquietó. Quise escuchar el sonido y descubrir el secreto que extrañó a los viajeros, unas palabras incomprensibles en otra lengua.

Estamos en una posición minoritaria: asediados por los puristas, los que quieren que los libros para niños sean didácticos y educativos, los que usan la literatura como campo de batalla donde siempre pierde la ficción. Donde se censura sin consecuencias, donde la ficción representa una amenaza para el mundo y muchas veces el mundo no necesita conjurarla porque son los propios autores quienes se prestan a este juego de limpieza, donde la realidad se confunde con la ficción. Recordemos el episodio cuando don Quijote interrumpe un espectáculo de títeres y la emprende a estocadas con los muñecos de madera porque no se comportan según los principios de la caballería. Así parecen tratarse los libros para niños hoy en día: como manuales de instrucciones para la vida, dejando a un lado las emociones que las historias puedan suscitar. La primatóloga Jane Goodall contaba en sus memorias cómo el libro Las aventuras del Doctor Dolittle le hicieron descubrir que los animales podían ser transportados:

Mi sueño infantil de ir a África a vivir con animales, del que todos se reían, empezó a mis ocho años, cuando leí que el Doctor Doolittle devolvió a África unos animales de circo, y creció en 1944, cuando leí Tarzán de los monos. Tenía diez años.

Un héroe, por cierto, que compartía la cantante Patty Smith.

Hoy en día estos libros se encuentran en el punto de mira por ser políticamente incorrectos, y las modernas generaciones no quieren que sus hijos se contaminen de prejuicios con ellos. Lo que tal vez no saben es que sus héroes de la vida real se alimentaron de esas fantasías y consiguieron tener la vida que ellos, tal vez, desean para sus hijos.

La literatura es una oposición a las formas automatizadas de pensar, vivir y de escribir. Y necesitamos escritores que escriban, como Matute, para recuperar una y otra vez aquel día en que creyó que podía oírse crecer la hierba, ese día en que le pareció que la noche podía ser más brillante que el sol. Resistamos y reivindiquemos. Armémonos de argumentos para debatir, no dejemos aplastarnos por modas o tendencias. Ese bosque de Ana María Matute, es un lugar

…donde la oscuridad brilla, incluso resplandece, los vuelos de los pájaros escriben en el aire antiquísimas palabras, de donde han brotado todos los libros del mundo; que existen rumores y sonidos totalmente desconocidos por los humanos, que existe el canto del bosque entero, donde residen infinidad de historias.

Porque no necesitamos ir al bosque para encontrarlo, basta con que siga apareciendo en los cuentos.
Gracias

Ana Garralón