En estos días en que estamos presenciando cómo crecen los discursos intolerantes, racistas, xenófobos, en que hemos visto los estragos de la violencia machista, no dejo de pensar en lo mal que nos comunicamos: si nos entendiéramos más, ¿nos trataríamos mejor? Si nos escucháramos más, ¿nos conoceríamos mejor? No tengo una respuesta clara; según el día, el optimismo o el escepticismo me llevan a contestar de una manera u otra.

Sin embargo, qué más podemos hacer como narradores orales que ayudar en este sentido, realizar nuestra pequeña contribución para mejorar la calidad de la escucha, para dar voz a los que no la tienen, para rescatar historias ya olvidadas.

En mi trabajo personal siempre me han interesado mucho las anécdotas. Me parecen un género literario delicioso donde la expresividad natural de cada uno se expande y permite reconocer los recursos naturales que tenemos para poder explotarlos. Desde hace años, trabajo en mis talleres con niños y niñas esta técnica, y trato de que sus historias tengan un valor en nuestros encuentros, y de que sean escuchadas como merecen. Es dentro de este trabajo que surge la experiencia que quiero contaros.

Era el año 2015, acababa de volver del encuentro Tales  que tuvo lugar en Beja (Portugal) y tenía en la cabeza el relato de la experiencia de Jan Blake en escuelas del Reino Unido. Estaba decidida a trabajar desde la narración de historias personales y comenzar con la actividad “Un día feliz”, donde se dibujaba y se narraba justamente eso, un día especialmente bueno en tu vida. 

En ese momento visité la librería Jarcha y a mi buen amigo Enrique Tapia, que me tenía guardado un libro: El diario de las cajas de fósforos, de Paul Fleischman. En él, un bisabuelo cuenta a su bisnieta el relato de su vida a partir de los objetos que fue guardando en cajas de fósforos cuando él todavía no sabía leer ni escribir: un hueso de aceituna que representaba el hambre que pasaba en su Italia natal, la chapa de una botella de su viaje en barco a América...
Entonces, con los niños y niñas de la biblioteca municipal de Talamanca del Jarama, planeamos un encuentro con las familias, el último día del trimestre, donde cada uno trajo de casa un objeto o un dibujo que lo representara, y que hiciera referencia a una historia familiar. Los escondimos en unas bolsas pequeñas de papel para que los padres y las madres no los vieran hasta el momento indicado.
Cuando nos juntamos en la biblioteca, sentados en corro, fuimos abriendo una a una las bolsas y escuchando las historias que las madres iban contando. Lo primero que llamó mi atención fue que los objetos habían sido muy bien elegidos. Todas las madres supieron en seguida de qué historia estábamos hablando. Lo segundo es que muchas de ellas tenían un cariz mucho más emotivo o incluso dramático que los niños y niñas habían reflejado en sus relatos. Recuerdo a Lola, que nos había contado de manera muy divertida la primera vez en su vida que había comido un yogur, y cómo su madre nos relató lo enferma que había estado de pequeña, la cantidad de alimentos que no podía comer y la felicidad de aquel primer día en que, por fin, pudo comer un yogur. Ella se emocionó, y también todos nosotros. Fue una de las sesiones más emocionantes de mi vida laboral, que me acompañará siempre.

Tiempo después, comencé mi trabajo en el C.E.I.P. Dulce Chacón, en Rivas Vaciamadrid. Un centro que se sitúa en el barrio de Los Ámbitos, donde se ha realojado gran cantidad de población de la Cañada Real. Esta experiencia que venimos realizando desde hace un año pretende recuperar una oralidad privada y trabajar con los niños y niñas la narración de cuentos para que, de esta manera, puedan mejorar su expresión oral y se sientan más capaces de hacer oír su voz.
Desde el principio, junto a las grandes docentes que me acompañan (Gema Casado, Ainhoa Perea y Natalia Masa), decidimos que íbamos a hacer un cierre del curso de este tipo. Invitaríamos a las familias y escucharíamos historias familiares.

El resultado de este encuentro fue más emotivo aún, si cabe. Una gran diferencia es que yo no conocía muchas de las historias que se iban a contar. Es lo que tiene trabajar con clases de 27 y disponer de una hora a la semana, es difícil escuchar todas las voces. Otra diferencia importante es que yo no conocía a las familias. En estas aulas en las que trabajaba, y en el poco tiempo que yo las veía, sus diferencias se camuflaban: llevan ropa parecida, hablan español y en mis sesiones no mostraban problemas de convivencia.

Aquel día llegué un poco más tarde de lo normal, porque había pasado a buscar a mi familia, para que también compartieran una historia mía. Lo primero que me sorprendió fue la cantidad de gente que había venido, un 80 % de las familias estaba allí. Lo segundo fue la diversidad cultural: las madres musulmanas con sus pañuelos, la madre de Anka con un colorido traje africano, la madre de Bene, que era blanca (¡blanca!, y yo todo el curso asumiendo que sus padres eran ambos africanos...).

Así, sorprendida de mis propios prejuicios, me puse a escuchar historias y presenciamos cómo Elias Kamal nos contaba, emocionado (su madre hablaba muy poquito español), el día en que le regalaron una PSP-II, él que jamás pensó que le pudieran regalar una; la madre de Bene nos contaba cómo su hijo ganó su primer combate de judo, y nos lo contaron de pie, haciéndonos las llaves en directo para que lo entendiéramos. Una madre rumana nos contó de un viaje que hicieron a Rumanía, y terminó recitándonos un poema en rumano. En ese momento, otra madre rumana empezó a recordar y, lentamente, terminaron recitando juntas. Los padres de los trillizos nos contaron el día en que concursaron en La voz, y el relato del padre, que llegaba tarde y pensaba que se lo perdía, nos llenó de emoción a todos.
Difícil saber si estos encuentros sirven de algo, si a la larga harán que estas familias convivan mejor, que se entiendan más. Lo único de lo que estoy segura es de que, durante esa hora que compartimos, nos reconocimos en las emociones de los otros, nos reímos, nos emocionamos e incluso lloramos con ellos.

En aquel primer encuentro de Talamanca del Jarama José, que en ese momento tendría unos 10 años, dijo: “Las historias sirven para conocernos mejor”, y no puedo estar más de acuerdo, porque en ese “conocernos” está nuestro conocimiento de los otros, y también el de nosotras mismas.

 Estrella Escriña

Este artículo pertenece al Boletín N.º 69 - Narración oral en contextos de vulnerabilidad social