DarioFofoto MassimoRana
(foto de Massimo Rana)
 

A Dario Fo lo conocí de rebote: a la Salamanca de mi periodo estudiantil vino la actriz Charo López con un montaje de "Tengamos el sexo en paz", firmado por Franca Rame, actriz también y compañera de Fo. Recuerdo pasar un rato divertidísimo entre desvelos íntimos y un modelo de espectáculo que apenas había vislumbrado hasta entonces: el monólogo unipersonal. Luego vinieron los cuentos, y aquel mismo texto de Franca Rame prestado de la biblioteca con algunos de mis primeros cuentos para contar en mi desvirgamiento como narrador, en el mismo año en que Dario Fo recibió el Nobel.

Pero el asombro no acabó ahí: en 2002 encontré por azar en una antigua librería de teatro madrileña, La avispa, el Manual mínimo del actor, y fue una revelación. Con la forma de seis clases-conferencias transcritas, Fo me desvelaba los entresijos del teatro popular italiano, y la historia de la comedia del arte, e ideas sobre el contar, sobre el texto, sobre el montaje y las historias que me serían muy útiles en mi posterior concepción de la narrativa oral, y me enamorarían para siempre de la Comedia del Arte.

Pude verlo en acción en 2004. Estaba en pleno doctorado, pero me escapé del laboratorio 300 kilómetros al sur para presenciar su actuación en el teatro romano de Mérida. Fue, de nuevo, reveladora. Fo había propuesto un título para su función, los primeros versos de un poema juglaresco y medieval "Rosa fresca aulentissima..." que en su Misterio Bufo usa como ejemplo para demostrar que el cuerpo y el trabajo actoral y espontáneo -lo oral, vaya- pueden desmentir al académico que se fija únicamente en las palabras transcritas al papel. Pero a pesar del título, Dario Fo apenas habló de esta anécdota, se dedico a dejarse fluir, a anclar al público a su ritmo y a sus "juglaradas", y a tenernos dos horas encaramados a su talento, disfrutando de sus historias y del grammelot y del contacto directo con el público. Luego supe que narradores-actores a los que admiraba, como El Brujo o Arnau Vilardebó, también cambiaron su percepción del teatro hacia la narración después de asistir a un espectáculo de Dario Fo.

Empecé a sentir que el cuento escénico era eso que Dario hacía. Me empapé de sus videos en youtube y en otros lugares virtuales inconfesables, y me fui a Italia a estudiar la comedia del arte para entender aún mejor lo que Dario Fo enseñaba: que el cuento es una máscara, que una historia puede sostenerse únicamente aupada a la representación y al juego escénico y que no hace falta apenas nada más que un plan, talento, arte y corazón para "largar" emoción y dominar la escena, tan asistida hoy de textos prefijados, iluminación y escenografías costosas que a veces acaban resultando como el reloj de Cortázar: no son para ti, tú eres para ellas.

En 2006, en su libro Il paese dei mezarat, traducido en España como El país de los cuentacuentos, reconoce por fin su deuda primera con la narración, y a sí mismo como narrador, mientras veía a los fabuladores rurales contar sus historias en esa misma línea:

"Claro que aquellos fabuladores no concebían la narración como teatro, y tampoco yo por aquel entonces vinculaba los dos géneros; sobre todo aún no estaba en grado de percibir la gran diferencia entre contar y representar, y estaba absolutamente convencido de que hacer teatro implicaba exclusivamente interpretación, presencia de más actores, escenografías, efectos de luz y de sonido... en resumen una magia organizada. Sólo más tarde, cuando ya había adquirido una experiencia notable encima de un escenario, comprendí que el "fabular" fue el resorte que me impulsó a expresarme de forma épico-popular"

Y este hombre que escribió estas palabras se viene a morir ahora, pocas semanas después de que el sindicato de actores español AISGE publique un estudio demoledor sobre las condiciones de trabajo actoral en el país; quizá si algunos de ellos supieran lo que él aprendió en su pueblo, y si lo supieran programadores, técnicos de cultura y dueños de teatros, si aprendieran que la magia desorganizada de la narración a borbotones también emociona desde las tablas y es teatro no pobre sino sencillo, si prescindiéramos de todo lo que a veces lastra más que ayuda, igual podríamos ver una salida hermanada y digna para teatro y narración, como la vio Dario Fo hasta el punto de convertirla en su sello y en su estilo.

Pero, ¿cómo contaba este juglar contemporáneo?, ¿cómo contaban aquellos mezarat?, ¿cuáles son los recuerdos de la infancia de Dario? No se me ocurre forma más hermosa de acabar este recuerdo sobre él desde la narración que con sus propios recuerdos de la feliz oralidad de su infancia:

"El estilo de estos fabuladores se revelaba en la interpretación; era evidente, como ya he señalado, que ante todo se ocupaban de adaptar los diversos fragmentos a una realidad contingente. Así pude escuchar la misma historia, propuesta en tres o cuatro versiones distintas. La habilidad del que contaba consistía precisamente en adaptarla cada vez a todas las variantes de la crónica real, incluyendo los sucesos locales y los cotilleos de lavadero. Cada incidente o imprevisto exterior se introducía de inmediato en la representación: un estampido causado por los pescadores furtivos, un disparo de escopeta de caza, un sonido de campanas... no omitían nada.

Y sobre todo los fabuladores jamás perdían de vista el humor, las emociones de quien los escuchaba. Si alguien se reía de forma grosera, o reaccionaba a las chanzas irónicas tomándoselo a mal, entonces se convertía en el chivo expiatorio de la actuación; y el mismo trato recibía el espectador lento de reflejos que no pillaba a la primera el juego cómico. Todo servía para mover, animar, implicar a cada uno en la narración. En pocas palabras, lograban convertir en crónica lo fantástico, y viceversa." 

Descanse en paz, maestro, y siga nutriéndonos desde las raíces; exactamente igual que lo hizo en vida.

 Héctor Urién