Hace unos cuantos años apunté este texto tradicional en mi cuaderno:

Cuatro naranjitas hay en mi mesa.

Me ha dicho la señora que coja ésta.

Tres naranjitas hay en mi mesa.

Me ha dicho la señora que coja ésta.

Dos naranjitas hay en mi mesa.

Me ha dicho la señora que coja ésta.

Una naranjita hay en mi mesa.

Me ha dicho la señora que coja ésta.

Ninguna naranjita hay en mi mesa.

Me ha dicho la señora que friegue la mesa.

Lamentablemente, no tengo ni idea de dónde lo encontré. Supongo que no me gustó especialmente y por eso en su momento no le presté demasiada atención. Sin embargo, lo cierto es que despertó suficiente curiosidad en mí como para anotarlo. Aunque su argumento era muy simple, me quedó la débil sospecha de que algo valioso debía de tener encerrado en su interior para haber sobrevivido, sin ninguna clase de acotaciones, en la frialdad de la hoja de papel. Para empezar, se había mantenido en la memoria de la persona que lo transmitió, más adelante en la libreta o grabadora del folclorista y finalmente en un libro.

Ahí estaba, tan soso, diciéndome “cuéntame”. Ahí estaba con una interrogación abierta. Y con esta leve intriga permaneció en mi cajón mucho tiempo, hasta que un día en el que estaba buscando juegos para hacer con las manos, me dije que a este poema lo que le faltaba era afrontarlo con el cuerpo. Es decir, lo que el tema contaba era solo una parte y que el resto estaba implícito en el desarrollo de cómo hacerlo.

Al pararme por fin a mirarlo, apareció ante mí la evidencia de una operación aritmética: la retahíla se centraba en restar unos cuantos elementos iguales, las naranjitas, hasta llegar al cero: ninguna naranjita sobre la mesa.

En muchas retahílas, como las usadas para echar a suertes, el ritmo del gesto se marca con la acción de señalar cosas o personas hasta el final del texto. Por ejemplo, en el poema “One, done, tene…” la acción de marcar cada elemento se continúa hasta “… cuenta las veinte que las veinte son”; es decir, hasta llegar a que el cuerpo también haya percutido gestualmente veinte veces. O lo que es lo mismo, comprobar que él también ha contado. Y en su conclusión seguramente el último golpe gestual será un poco más grande que los anteriores, al igual que la voz también expresará claramente que se ha llegado a término. En este tipo de temas, palabra y gesto discurren y acaban a la par.

Otra variante gestual se encuentra en los poemillas numerales, en los que también la voz y la acción corporal van conjuntadas. El cuentista en este caso, mientras dice el poema señala o toca diferentes partes de su anatomía. Generalmente, es el dedo de una mano el que va señalando los dedos de la otra. Temas como: “A la una, la aceituna; a las dos, el reloj…” propician el juego de tocar o señalarse los dedos mientras se dicen. Asimismo esta acción de remarcar voz y gesto a la vez aparece en muchos de los cuentecillos para bebés encaminados a su toma de conciencia corporal: “Este fue a por leña, este la encendió…”. Cuando el auditorio no es muy numeroso, como ocurre en el entorno familiar, la narración discurre mientras se realizan las acciones en el cuerpo del bebé. Esto me parece muy interesante incluso para llevarlo a cabo dentro de una sesión de cuentos: el narrador invita con su gesto a que sea el adulto acompañante quien se lo haga a su bebé. En estos casos, podría decirse que el cuentista realiza las labores de un director gestual para con el grupo. Aquí el ritmo toma especial relevancia, pues para que las acciones de cada uno no se pierdan en una maraña de ruidos, habrá que conducir los gestos sobre una base común. Así se vivirá la experiencia con una armonía compartida por todo el grupo. Si es una canción, esta sintonía que se produce entre los diferentes gestos está asegurada: la música crea el caminito para no perderse. De ahí que muchos de los temas infantiles tengan una cierta melodía, pues en materia de oralidad este ingrediente es decisivo a la hora de la memorización, y además con ello se asegura su permanencia en el repertorio de la comunidad.

Sin embargo hay otros temas que no tienen canción conocida, como es el caso que nos ocupa. Ahora, al escribir estas líneas, sospecho que tanta espera por mi parte también fue debida al deseo de encontrar alguna otra versión que me sacase de dudas y me diese luz sobre el modo de cómo hacer para contarla o cantarla. Pero ese hallazgo nunca se produjo, por lo que un buen día me dije: voy a hacerlo. Voy a dejar que el cuerpo me cuente cómo puedo hacerlo. Y me puse manos a la obra, porque en efecto eran mis manos las que lo iban a contar. Léase la palabra contar en su significado de narrar y además en el de enumerar, ya que este tema enseña a contar hacia atrás no solo en lo que se refiere a transmitir el concepto de la operación matemática expresada de forma verbal, sino que además enseña a contar con los dedos, para así ceder al cuerpo el aprendizaje de la sustracción. Porque de esta forma no solo pienso y digo, por ejemplo, la palabra “tres”, sino que lo acerco a mi realidad efectuando una selección de tres de mis dedos mientras se coincide en el tiempo con la emisión de la palabra. En lo que en apariencia es un gesto tan simple, se opera un salto gigante para el aprendizaje: el sentimiento (entendido como sensación, sentir corporal, y emoción) abre las puertas al pensamiento.

Ahora bien, si queremos hacernos una idea de lo difícil que puede resultar este devaneo numérico, solo hay que proponer que lo hagan criaturas de menos de tres años: ni los conceptos, ni las manos les responden a la primera. En realidad, se necesita un grado de pericia considerable, por lo que se comprende que el poema es además un juego de habilidad. Con esta certeza comencé a jugar, a probar las distintas opciones que se me ocurrían de seleccionar dedos, acompasándolo con las palabras dichas sobre una base rítmica. Finalmente elegí la manera que me pareció más limpia: la más ágil para realizarse y la más efectiva a nivel visual. A mi modo de ver, cuando se busca esta limpieza gestual, el ritmo es el aliado perfecto, un poco exigente con los tiempos, pero muy agradecido en el resultado final.

Dejo la conclusión del acomodo gestual completo de la retahíla a la imaginación del lector o lectora. Que si gusta de profundizar un poco más, habrá de probar corporalmente todos los pasos que propone el poema. Solo queda añadir una pequeña pista: cuando se realiza el acto de fregar la mesa, este nos sugiere claramente la materia de la que está hecha.

Sobre el papel, nunca hubiera imaginado que este tema sería tan divertido, pero lo cierto es que me encanta ver cómo mientras lo digo en la sesión de cuentos, la mayoría de los oyentes andan ocupadísimos intentando seleccionar el número de dedos que se nombran y en el tiempo justo que se van diciendo. Y cómo ríen con la pequeña broma final. En fin, una delicia para todos.

¿Sería con esa gestualidad como lo recordaba el informante anónimo cuando se lo contó al folklorista? No tengo ni idea, y mucho me temo que tal vez no llegue a saberlo nunca. Solo un golpe de suerte podría depararme la dicha de encontrar a alguna persona mayor que conozca el tema tal y como lo aprendió en su infancia. O encontrarlo descrito en algún estudio folclórico; pero no me hago ilusiones: hasta hace relativamente poco tiempo, la recogida de temas tradicionales se reducía a transcribir la letra, las palabras, y muy pocas veces se apuntaban datos sobre su contexto natural: con motivo de qué, dónde, cuándo y cómo -con qué entonación, volumen, gestos, ritmo e intención, por nombrar algunas de las variables genuinamente orales- se decía.

A mi cuerpo, sin embargo, estos devaneos mentales no parecen importarle, pues si antaño no se narraba este poema del modo como yo lo hago, sin duda sería bastante similar, que así también se hace la tradición. Solo le importa tener la certeza de que para narrarlo siempre se contó y siempre se contará con él. Y yo estoy completamente de acuerdo.

Estrella Ortiz