Cuando elegimos un texto para narrar, ya sea un cuento popular o un texto de autor, tenemos que adaptarlo a la oralidad. Esto es necesario para establecer un buen vínculo con el público y mantener su atención minuto a minuto con una historia clara, de fácil comprensión y dinámica. 

Hay varias clases de adaptaciones:

  • clásica: respeta el orden del texto, sus giros, sus tiempos, sus personajes;
  • estilizante: respeta los núcleos centrales con algunas modificaciones;
  • transgresora: le otorga al texto el signo contrario (por ej.: de tragedia a comedia; de la defensa de un valor a su condena);
  • libre: el texto es un pretexto para contar una historia que poco o nada tiene que ver con el original. 

El cuento de tradición oral admite cualquiera de estas modalidades, ya que tiene tantas versiones como narradores lo han contado. Todo es lícito porque su esencia es la oralidad. Sin embargo, tampoco es “soplar y hacer botellas”: el cuento de tradición oral debe respetar las funciones de Vladimir Propp (Morfología del cuento, Madrid, Fundamentos, 1971) y para ello es necesario cotejar diferentes versiones (de autores, no de narradores) y analizar los arquetipos presentes en la historia. El cuento siempre debe ser reconocible. 

No sucede lo mismo –pienso– con los cuentos de autor. Si no nos gusta el final, busquemos otro cuento. No es ético escribir, aunque sea oralmente, otra historia, basándonos en la creación de un escritor. Las adaptaciones clásicas y estilizantes nos darán la posibilidad de llegar al público con un cuento que nos ha conmovido. Lo podemos nutrir con gestos, ademanes, miradas, silencios elocuentes, un lenguaje cotidiano, conociendo y sintiendo la manera de actuar y de pensar de los personajes. Pero es el cuento de Fulano y eso no debe cambiar. Más allá del valor monetario que se da a los derechos de autor, pienso que el más importante de esos derechos es que se respete su creación.

A la hora de elegir, es mejor y más fácil contar una historia en la que el narrador se enamora de lo que sucede en ella, que una en la que se enamora de la forma en que está escrita. Así será más sencillo apropiarse de un relato ajeno y pasarlo por la experiencia personal.

Algunas sugerencias:

  • Tratemos de registrar qué es lo que nos resultó atractivo del cuento elegido, de rescatar emociones, objetos, lugares, que den textura, olor y sabor a la historia.
  • Toda historia tiene acción. El protagonista la realiza. Los otros personajes son ayudantes u oponentes. Cuando esos personajes son muchos, distingamos los prescindibles de los imprescindibles.
  • Los núcleos de acción narrativa son grandes pulsos que hacen avanzar el relato. Hay que distinguir los que son irrenunciables, ordenarlos y remarcarlos. Podemos omitir información para agilizar la acción, abreviar descripciones, reemplazar texto por gesto. 
  • Recordemos también que hay muchos autores con un estilo propio bien marcado e inconfundible. En esos casos conviene rescatar algunas frases textuales que nos hayan encantado. Nadie dudará entonces de que se trata de un cuento de tal o cual autor y la historia conmoverá al espectador  como nos conmovió al leerla.

No hay un método único para adaptar un texto a la oralidad. Cada narrador debe encontrar su propio sistema.

Por una cuestión de respeto al público que nos escucha, debemos dejar claro a nuestros oyentes qué es y de quién es lo que estamos narrando, ya se trate de una adaptación o de una versión propia o de otro narrador (a quien ya le habremos pedido su autorización). 

 

Según la RAE, adaptar es “modificar una obra literaria (…) para que pueda difundirse entre público distinto de aquel al cual iba destinada o darle una forma diferente de la original.” Pero ¿hasta dónde se puede modificar la obra? Adaptar es una tarea de cuidado: es parte del proceso de oralización, modificando el texto para ser contado, pero nunca empobreciéndolo al quitarle aquello que nos atrajo de él en primer lugar. Nuestro público nunca es tan diferente de aquel al cual la obra iba destinada.

 

Marita von Saltzen