El estudiante de arte llevaba sentado frente al cuadro más de una hora, tiempo en el que, por más que observaba, pensaba y buscaba, no encontraba en aquella pintura al óleo sobre lienzo, de dos metros por dos metros, con bastidor de madera de pino, los Patos bebiendo agua en el parque del Retiro que titulaba la cartela bajo el cuadro. Se sentía un poco torpe por no saber leer los códigos del artista. Él, tan aficionado al arte y estudioso del mismo, que disfrutaba con la abstracción y el informalismo, que se llenaba de gozo ante el suprematismo con obras como Punto marrón sobre lienzo blanco, no entendía por qué su córtex inferotemporal le estaba jugando aquella mala pasada. No veía los patos, ni el agua, ni el parque.
La vigilante de seguridad de la sala, entendiendo perfectamente lo que le estaba pasando a aquel joven, se acercó y con dulzura le dijo: «No sigas buscando, los patos volaron el mismo día en que trajeron el cuadro, ahora son libres». Tras estas palabras, el estudiante de arte sintió un alivio grande en el alma, se levantó, dio las gracias y se marchó.
Al contador de historias le pidieron un título para su sesión y, como quedaba muy descarado llamarla Juntacuentos, y dado que se haría el 13 de febrero, víspera de San Valentín, la bautizó como Cuentos de amor.
A la pareja de enamorados que escuchaba al contador de historias, aquella noche prometedora de palabras tiernas le provocaba cierto desasosiego no haber disfrutado hasta el momento de una sola historia de amor. Esperaron hasta el final. Y allí, justo antes del último aplauso, el contador contó el amor.
El programador de contadores de historias se preguntaba por qué estos se empeñan en poner la palabra «cuentos» o «historias» en muchos de los títulos, o por qué le decían un título más o menos elaborado y luego narraban lo que les daba la gana sin que las historias tuviesen nada que ver con lo prometido en el título. Para eso, pensaba el programador, bien podrían llamar a su sesión Patos bebiendo agua en el parque del Retiro.