«No te preocupes. Mira a la cámara y actúa como si fuese el público.» Me dijeron esto después de meterme en una sala de unos tres por tres, de color blanco y con una alfombra redonda rojo bermellón en el suelo. 

Fue la primera vez que grabé un cuento para la televisión. Lo intenté. Intenté que la cámara pareciese el público, pero no era lo mismo. El «pilotito rojo» y el chico que había detrás mirándome como si le diese igual que hablase de cocina, de baloncesto o contase un cuento no me ayudaban a concentrarme. Así todo, lo conté. 

Sin miradas. Sin respiraciones contenidas. Sin risas acalladas por tímidas manos que cubren la cara. Sin bocas abiertas y ojos detenidos en el tiempo. Allí, colocada en la alfombra que me dieron como referencia e intentando esquivar el chorro del aire acondicionado, hice un esfuerzo de concentración para contar como si estuviese acompañada. Tenía una dificultad añadida. En el programa en cuestión me habían pedido que no finalizase el cuento: querían entrevistarme la semana próxima. 

¿Cómo acabas un cuento sin final y sin nadie a quien contárselo? Imaginándote a ese alguien. No se me ocurrió otra cosa… Fijé mi mirada en un foco abandonado a su suerte en aquel pequeño plató, y le puse ojos, sonrisa y manitas entrelazadas. Y entonces le dije: «Y cuentan, y dicen, y hablan que el final de esta historia es el más bonito del mundo. Pero, si lo quieres escuchar, a la semana siguiente tendrás que esperar». El foco me miró y arrugó la lámpara. ¡Quería escuchar el final! 

La siguiente vez que me llamaron para grabar, puse una disculpa tonta. Una de las malas. De las que utilizas cuando has quedado con tu vecina para tomar un café y no te apetece nada.

La magia de contar reside en la presencia de los que te escuchan. Tu relato va enriqueciéndose con sus exclamaciones, sus comentarios espontáneos y (porque no) sus paseos al baño. Me encanta incorporar a mis historias el color de la camiseta de una niña, la calva brillante de su abuelo o una nube que, despistada, pasaba por el cielo.  

Me encanta el silencio. Pero el silencio que se crea en una sala abarrotada para escuchar tus palabras. No el que te imponen por no tener quien las escuche. Al igual que un aplauso enlatado rechina en tus oídos como una tiza resbalando por la pizarra, un cuento, siempre desde mi humilde opinión, ha de ser contado a cualquiera que quiera escucharlo. 

Es cierto que la contadora o el contador son los mismos, que la historia es la misma. Pero si grabas en soledad, sin público y mirando a una cámara, ya nada es lo mismo. 

Por eso, cuando me piden un vídeo o asistir a una grabación, declino la oferta amablemente. Y los invito a asistir a una de mis contadas. Que graben allí. Hay cientos de focos sonrientes esperando el final de mi cuento. 

 

Olga Cuervo