Memoria y olvidos

Mi amiga Lucía vive maravillada con la memoria. Lucía tiene 82 años, es pedagoga en el sentido más profundo de la palabra: de su vida misma y de cada acción que realiza, aprende y enseña. Sabe que lo será hasta el último aliento. La escucho decir, y cada palabra tiene la huella de esa maravillosa ternura que engendra el asombro: «La memoria es algo muy extraño. Una palabra desaparece y luego regresa en el momento menos esperado, cuando tiendo la cama o debajo del chorro de la ducha…». Se calla un momento y luego retoma como devanando un ovillo: «A veces uno se acuerda de palabras que no sabía que sabía. Yo me sorprendo, porque llega así, de repente, una palabra que no conocía… A veces hay palabras que no se dejan agarrar, las busco por todas partes y sé que no se van a dejar atrapar y sin embargo ahí están, ¿por qué?». Y a veces, en la conversación, a Lucía le llegan palabras que ya nadie usa, que ya nadie conoce. Ese día, hablando de una mujer complicada, difícil de entender y algo remilgada, llegaron dos, la señora era «llena de timbilimba» y muy «filimiscuisca». La primera todavía es posible rastrearla, o para usar un término más a la moda: googlearla, la segunda solo está viva en algunas memorias.

Cuando la gente de revista me invitó a participar en este número de El Aedo hablando de la memoria, pensé que no tenía nada que agregar a lo que ya había dicho en la Palabra de cuentero que hicimos, con Ignasi, con Pep y con Inma para Palabras del Candil. Pero comencé a pensar. 

Lo primero que pensé era que tal vez habría que empezar por hablar de memorias y olvidos. La palabra memoria se conserva, muy parecida o idéntica, en varios idiomas: castellano, portugués italiano, francés, inglés… Mientras que el verbo «olvidar» presenta grandes diferencias: dimenticare, esquecer, to forget… Me pregunto: ¿olvidos varios, distintos; memorias parecidas? La palabra «recordar» significa 'traer al corazón', pero hubo un tiempo en que corazón y mente eran una misma cosa, no tenían lugares distintos y no era por ignorancia sino por sabiduría. Esa memoria la guardan las palabras.

Sigo pensando y me percato de que cada vez estamos más atrapados en definiciones de la memoria; políticas, que hablan de una memoria perenne, inmóvil, inalterable, incuestionable. Científicas, que la definen como una función del cerebro que permite registrar la información del pasado y ubica su origen en las conexiones sinápticas de las neuronas. Sin hablar de memorias RAM, cuantificables en gigas, megas, teras, que no son memorias y así se llaman. 

Me gustaría pensar otra memoria, una memoria imaginativa, creativa. No esa memoria de la que nos acordamos cuando falla, cuando un nombre se nos escapa, sino en aquella que nos permite poner en relación dos hechos, tres momentos; tejer, urdir, tramar, que nos permite creer que algo inventamos. Se me antoja que esa capacidad de asociar, de «analogar», tiene su origen en esa dinámica secreta entre memorias y olvidos y que tal vez es el principio de nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje.

Pienso que los recuerdos son una de nuestras formas de ficción y una de nuestras capacidades de imaginación más extraordinarias; sobre todo porque no se dejan ver como tales, se visten con el traje de lo vivido de la manera más «natural»

Pienso en esa memoria que nos descubre lo que no sabíamos que sabíamos. Una memoria más cerca de Nmemosyne, la madre de todas las musas. 

Una memoria hecha de capas tectónicas, en constante movimiento. Una memoria palimpsesto, recuerdos sepultados bajo otros recuerdos sepultados, que a veces surgen, a veces se dejan atrapar y otras, no.

Pienso en la memoria como esa manera única en la que cada ser humano construye recuerdos, y olvida; su manera de contar, de hablar, de nombrar el mundo… su identidad. 

Lo que dejan en nosotros los hechos, las huellas de lo vivido, no son todavía recuerdos, pueden ser traumas indecibles, pulsiones letárgicas, pánicos. Soñándolos, contándolos, logramos hacerlos nuestros, darles una forma al alcance de nuestro cuerpo, corazón y mente, y hasta olvidarlos. Así nos construimos unos a otros y a nosotros mismos.   

Tendemos a olvidar que venimos del olvido y creo que es sano. Nunca el olvido fue tan poderoso como en nuestros primeros años de vida, aquello que llaman «la primera infancia», de allí venimos y no podemos recordar nada.

Hay que entregarse a ese olvido, donde las palabras no se dejan atrapar, para recordar. 

Caminamos todo el tiempo entre memoria y olvido, entre olvido y memoria, con dos estaciones necesarias, dos lugares de paso: los sueños y los relatos. 

Pienso en esa memoria filimiscuica y llena de timbilimba.

Pienso en una memoria que tiene, por naturaleza, que renacer, constantemente, segundo a segundo, sabiendo que para renacer hay una condición: morir.

 

Nicolás Buenaventura Vidal