Las iniciaciones de las y los cuentistas son tan variadas como diversas las formas de contar, pero no he conocido a nadie que narre oralmente que no hable de haber experimentado cierta «revelación» al escuchar contar a otra persona. Hay quienes escuchamos cuentos dentro del ámbito familiar, quienes escucharon dentro de su «tribu», barrio, cuadrilla de colegas o grupo de tiempo libre. Otras personas adoptaron abuelas o abuelos, a mentores o a maestras que a través de las historias que les contaban les devolvieron la memoria de quiénes eran. También había quienes un día acertaron a escuchar a un narrador o narradora profesional y se conectaron con la oralidad, con su viveza y su extraordinaria riqueza.Hay quien tuvo procesos iniciáticos en la cuentería, en culturas donde aún sobrevive la oralidad primaria, es decir, aquella donde un alto porcentaje de la población es analfabeta y las historias se transmiten de viva voz. En la transmisión oral, cada persona que cuenta puede ser maestra, pero cada persona que te escucha también te enseña a contar si has hecho el camino suficiente como para apreciarlo.
A contar se aprende escuchando, con todo el alma, con todo el cuerpo. Escuchando nuestras voces interiores, nuestros recuerdos, nuestras heridas, nuestros anhelos... Escuchando a quienes nos precedieron en el arte y en el oficio de contar. Escuchando a las personas que cuentan profesionalmente, tan diversas y tan semejantes. Y escuchando al público, a cada auditorio en cada momento. Cómo respira, qué dice, incluso cuando calla. Porque contar es un acto de comunicación bidireccional. Si a la hora de contar permanecemos a la escucha de nuestro auditorio, sensibles a las diferentes texturas de sus silencios tanto como a las exclamaciones, a los bloqueos respiratorios o a los comentarios de palabra viva que a veces también nos ofrecen, seremos capaces de contar con y no solo de contar para, de hacer verdaderamente cómplice a quien nos está escuchando.
Escuchar el aliento del público es la esencia de nuestro oficio: una gran responsabilidad al mismo tiempo que un gran placer. Entre nuestras contadas tenemos en inventario tanto la experiencia del éxtasis como la de querer morirnos. Y es que algunas veces el espacio no favorece la escucha. En ocasiones, el público no está para que le cuenten. Y otras veces, quienes narramos no estamos para contar.
Realizar una escucha de calidad pasa por un ejercicio de atención plena por nuestra parte y por conseguir y mantener la mayor atención posible por parte del auditorio. Ambos ejes podrían orientar prácticamente toda la formación que precisamos para narrar: presencia, enraizamiento, respiración, habitar el cuerpo, concentración, crear y creer en el imaginario... en relación con la escucha interna, y mirada, elocuencia, expresividad, ocupación del espacio, manejo de las pausas y precisión y riqueza de las palabras... en la escucha externa, destinada a crear un vínculo con el auditorio.
Si deseamos que nos escuchen de verdad, hemos de escuchar a nuestra vez. Escuchar no puede ser solo una pose. Es el lenguaje del corazón.