En el origen está el silencio creador, ese que hace de la soledad una partera de cuentos. A través de ese silencio se cocinan repertorios con muchos aderezos, retomando imágenes e historias dichas por otros que el cuentero adopta, amamanta, recrea y recría, y añadiendo referentes nuevos. Todo esto sucede en el útero silencioso donde germinan las ideas.
El instante de comenzar a narrar, justo durante la primera inspiración, antes de que los labios empiecen a moldear el cuento, está habitado también por el silencio. Es este un silencio de vasija, que contiene a un tiempo expectación, escucha, entrega, tensión, ambiente; es el espacio donde se encuentran, se funden y resuenan los protagonistas del milagro: quien cuenta y quien escucha.
(Cuando aparece la primera palabra, hay quien jura que el silencio se rompe y desaparece. Para nada. Escuchadlo camuflado al fondo de cada frase,
abrazándolo todo,
aguardando.)
El acto de narrar abunda en herramientas silenciosas, pequeñas pausas que permiten juegos y matices, dobles sentido, miradas cómplices, momentos que, lejos de hallarse vacíos, multiplican el sentido de lo dicho al tiempo que despiertan en la audiencia el deseo, la curiosidad, el interés. En el acto de narrar, una pausa no significa ausencia, falta, carencia, al contrario, adecuadamente utilizados, los silencios enriquecen lo dicho, lo dotan de nuevos significados, lo llenan de emoción.
El silencio en la audiencia es sinónimo de atención. No se exige, se gana. Ganarse la atención del público es el premio más preciado que puede recibir cualquier narrador.
Cuando los labios se cierran y la historia termina, lo que queda es silencio. A menudo, la profundidad de ese último silencio determina la calidad de lo tejido entre el narrador y el público, la intensidad de lo vivido.
Y ahora Shhhhhhhhhhhh i l e n c i o