De entre todos los términos que se utilizan para nombrar a la persona que cuenta de viva voz, siempre he preferido «cuentista».

Sin embargo, es posible que la denominación más ajustada a las características del oficio sea «narrador oral», pues dice de modo explícito su condición de acto «no escrito». «Cuentacuentos», por otro lado, tiene la ventaja de referirse al hecho con una sola palabra (y no con dos, como ocurre con «narrador oral») pero, sin ánimo de contravenir opiniones mucho más académicas, es un término un tanto redundante y en cierto modo restrictivo: parece que ese sujeto solo se limitase a contar cuentos, cuando se pueden narrar muchas más cosas. Por último, «contador», a pesar de poseer una connotación más oral que «narrador» a secas, es una palabra que a duras penas se separa de la idea de cómputo: son demasiados los «contadores» que pueblan nuestra vida ordinaria y que se dedican a contar vueltas, voltios, vatios y demás componentes medibles.

El término «cuentista» se desmarca, a mi modo de ver, del resto de las denominaciones por una reminiscencia oral antigua y por su usual connotación peyorativa. Y fue precisamente esta razón la que me empujó a declararme cuentista en un tiempo en el que la figura del artista oral, narrador de historias de viva voz, no estaba incorporada a la realidad social como lo está, por fortuna, en estos momentos. En mi fuero interno buscaba una redención de la palabra hacia su aspecto más antiguo y positivo.

«Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces», afirma un sabio refrán que, para apoyar mis argumentos, lo he reinventado en estos términos: «Dime lo que criticas y te diré lo que envidias». En efecto, aplicado a nuestro caso, cuando se dice de alguien que es un cuentista como si ello fuera un defecto, se está destacando en negativo las cualidades maravillosas del acto de narrar de viva voz: alguien es cuentista cuando hace de su vida, su situación, su problema, su discurso, un cuento; cuando lo relata de tal modo que camela, abstrae, emboba al oyente; cuando consigue hacer de un suceso anodino un mundo, una broma, una tragedia, una gesta digna de héroes; cuando distrae, distancia, divierte con ello; cuando miente para conseguir sus fines, y, en suma, cuando consigue lo que quiere gracias a la palabra, al puro ingenio de la palabra. 

En términos generales, considero que detrás del afán por criticar al sujeto que ejerce la palabra subyace el miedo del oyente a ser poseído por ella, lo cual implica un reconocimiento tácito de su poder. Un poder ancestral, el de la palabra, que desde siempre ha demostrado ser capaz de subvertir la realidad, inflamar los corazones, cambiar voluntades y truncar destinos. Un poder capaz asimismo de imaginar y nombrar mundos nuevos, tal vez mejores, con tanta fuerza como para conseguir hacerlos visibles.

A decir verdad, después de tantos años, continúo queriendo ser cuentista.

 

Estrella Ortiz