Existen contadas que te iluminan, que te indican el camino a seguir si uno quiere hallar algún sentido a esto que denominamos «narración oral». Una de ellas, para mí, tuvo lugar en una cárcel.
Me avisaron los organizadores, con cierta perspicacia por su parte, que iban a unir a los módulos femenino y masculino para la ocasión y que, de modo inevitable, aquello tendría consecuencias: muchos eran parejas, y una de las escasas posibilidades de encontrarse era, precisamente, durante mi sesión. Por tanto, era previsible que aprovecharan el momento para estar juntos. Solicitando algo de aclaración a lo que denominaba «estar juntos», y con la benevolencia del que se halla acostumbrado a tales menesteres, me refirió lo que iba a suceder: las parejas se colocarían en las últimas filas y allí «andarían a sus cosas», que no me preocupase y que lamentaba las posibles distracciones que aquello me causara. Ni qué decir tiene que el morbo añadido antes de la sesión resultaba de gran estímulo.
Nada más comenzar pude comprobar que, en efecto, las últimas filas andaban a sus cosas y que difícilmente podría esperar el reconocimiento a mi labor por parte de aquellos que no tenían ni la menor intención de escucharme. Procuraba concentrarme en los oyentes más cercanos, aquellos que me regalaban una escucha atenta y ejemplar. Pero, por más que lo intentaba, no podía evitar echar una miradita al fondo, donde las caricias, besos y «otras artes amatorias» se sucedían. Bastante tenían con su afán como para encima reclamarles un poco de atención. ¡Cuán equivocado estaba!
Nada más terminar mi primer cuento, suspendieron sus tejemanejes y, con la excitación del momento, comenzaron a aplaudirme de un modo que podría calificarse como exagerado. Igual en el segundo, el tercero... Hasta que me di cuenta de lo que sucedía. Mientras yo narrase, ellos permanecerían juntos. Y estaban dispuestos a que me sintiera lo más a gusto posible. Mi voz no era solamente una voz, sino también espacio y coartada. El verbo se hizo carne y, por supuesto, tiempo. Pero no cualquier tiempo: el tiempo de la narración era el tiempo del encuentro, era el tiempo del amor.
Desde aquel día contar, para mí, es una fiesta, un tiempo de celebración donde los seres humanos escapan de la cárcel y se abrazan, libres, un instante. Evitar que nos capture el tiempo otra vez y nos devuelva a la celda: esa es la misión del narrador. Un cómplice afortunado, más que otra cosa.
Estar vivo es un privilegio, un prodigio irrepetible que nos sucede aquí y ahora. Algunos cuentan para recordar, para denunciar, para sustentarse, para pervivir. Yo también lo hago para celebrar, para asombrarnos de nuestra fragilidad y para agradecer que tengamos este breve instante de encuentro. Eso sí, habrá que disimular con alguna formulilla mágica que encontremos a nuestro paso: «Había una vez…. hace mucho tiempo…», para que parezca que eso es lo que nos está sucediendo.