En comparación con los hombres que se dedican al oficio en el país, y con el número de cuenteras en otros países, somos pocas las mujeres que nos dedicamos a contar cuentos en Colombia.

Teniendo en cuenta este hecho, cuando me pidieron que escribiera al respecto, inmediatamente contesté que sí, pensando que, siendo cuentera en Colombia, solo era cuestión de sentarme y escribir qué pasa y por qué. “Fácil”. Sin embargo, en cuanto me dispuse a enfrentar la hoja en blanco me di cuenta de que no lo tenía tan claro y de que, a diferencia de lo que pensaba en un primer momento, me hacían falta herramientas para definir o siquiera intentar explicar el fenómeno. Decidí entonces hacer llamadas, importunar amigos, preguntar aquí y allá tratando de encontrar la raíz del asunto, porque cuando se está metido de cabeza en una realidad es un poco complicado definirla, tan embebido está uno de su propio olor que no le es posible diferenciarlo.

Con el ejercicio de buscar la información y de recopilar, en la medida de lo posible, opiniones de otros narradores, encontré que la diferencia entre los cuenteros de aquí y los de allá (España, Argentina, Chile, México) no solo se refiere a que seamos pocas las mujeres narradoras en Colombia, sino que, por ejemplo, tampoco es fácil encontrar cuenteros dedicados a contar relatos para niños, y también estamos separados de la promoción lectora, que en otros países, casi por derecho propio, es un espacio manejado por los cuenteros. La duración de los espectáculos, la temática de los cuentos, el público objetivo, la edad de encuentro con la narración son también diferentes, así como el gran número de personas dedicadas a contar cuentos en las ciudades, y creo que todo hace parte del mismo fenómeno, y que su explicación comienza por la manera en que se fue consolidando la narración oral en Colombia.

En nuestro país la Cuentería (esta que realizamos nosotros, urbana, literaria, separada de la figura del narrador tradicional que es emblema de una cultura ágrafa y cuenta la cosmogonía y los valores de su sociedad) nace a finales de la década del 80, en una nación convulsionada por la violencia, que vivía con miedo de hacer, de decir y hasta de ser. No es extraño entonces que el movimiento se haya consolidado en las universidades luego de la visita de Francisco Garzón Céspedes y su Cátedra Itinerante de Narración Oral Escénica en 1988, fue en ese momento cuando los jóvenes encontraron ese espacio que necesitaban para expresar su propia voz.

El movimiento nació adulto, de jóvenes para jóvenes que se reunían en plazoletas universitarias a contar cuentos y que, así, creaban en otros el deseo de apropiarse de la palabra y de la escena; poco a poco se fue replicando. Cuando ingresé a la universidad en 1998, 10 años después de la visita de Céspedes, me encontré con “La Perola” (el espacio de narración de la Universidad Nacional) y con un cuentero que, en medio de más de 300 personas, dibujaba con sus palabras a un hombre que se lanzaba varias veces de un edificio en un intento inútil por suicidarse. Sin saberlo, ese cuentero trazaba con sus palabras el camino que iba a empezar a recorrer apenas un semestre después, cuando me uní a los cuenteros de “La Perola”, y yo, sin saberlo, esa tarde repetía el ejercicio que tantos otros hicieron antes de mí, y que muchos más harían después, de pasar, escuchar, sentarme y empezar a sentir la inquietud, el llamado si se quiere, de ver a otro contar un cuento mientras, muy adentro, una vocecita iba diciendo: “Yo puedo hacer eso”.

Empezar a contar cuentos en Colombia es relativamente fácil, en las universidades uno se encuentra talleres de narración oral dictados por cuenteros con experiencia y pagados por las instituciones, que le dan las herramientas para el oficio a quien quiere iniciar el proceso de convertirse en narrador de historias; también en las universidades hay espacios permanentes de narración, sin contar con los espacios de la calle, en donde el cuentero se encuentra directamente con el público de la ciudad, la gente va pasando por plazas y parques y se queda a escuchar los cuentos de estos locos que se paran, a veces incluso sin micrófono, a contar historias. Todo ello se suma a los festivales nacionales e internacionales, grandes y pequeños, que ocurren a lo largo y ancho de la geografía del país y que deben ser, mal contados, alrededor de 20 al año, amén de las temporadas de narración en salas de teatro, bares y espacios alternativos. Se cuenta en colegios, en empresas, en eventos sociales… en Colombia se cuentan cuentos y se escuchan cuentos mucho más de lo que se va al teatro.

Aunque en este momento no todos los narradores en Colombia empezaron necesariamente en las universidades, sí es la característica predominante, y creo que es allí donde se asientan las diferencias que existen con la Cuentería de otros países. En primer lugar, los espacios de los centros educativos permiten llegar a un público joven que se identifica con la voz de sus contemporáneos, lo que muchas veces permite plantar inquietudes en personas específicas que deciden, más tarde o más temprano, lanzarse al ruedo. Por lo tanto, los cuenteros universitarios se multiplican y el relevo generacional es constante. Esto también tiene un efecto sobre los temas de los cuentos, muchos de nosotros contamos literatura, cuentos ya escritos adaptados para la narración, pero también se encuentran historias en las que el cuentero se identifica con el público hablando de la ciudad, de la rumba, de la noche, del amor. Los cuenteros en las universidades hablan de sus realidades para un público que las comparte.

El nuestro es un ejercicio adulto, unido más a las universidades que a las bibliotecas, y a una expresión de la palabra de los jóvenes. Este fenómeno influye claramente en el hecho de que sea un oficio más de hombres que de mujeres. En otros países la narración se encuentra muy ligada a las bibliotecas, a la educación infantil y a la promoción de la lectura, que son espacios predominantemente femeninos, mientras que en Colombia está íntimamente vinculada a las universidades, las plazas públicas, los teatros y los bares, no es gratuito que el espacio permanente de narración oral más antiguo del país esté en la Pontificia Universidad Javeriana, con 27 años de funcionamiento ininterrumpido, o que el escenario más representativo del país sea “La Perola” de la Universidad Nacional, que programa cuenteros todos los viernes desde hace 25 años.

En Colombia los cuenteros nacen como frutos de la tierra, es imposible conocerlos a todos, parece que tenemos una necesidad de decir, de comunicar, de encontrarnos con los otros y de ser escuchados, reconocidos y aplaudidos. En Bogotá pueden existir fácilmente más de doscientos cuenteros entre los que se dedican a la profesión como un trabajo, y por lo tanto viven de ello, los que lo hacen tangencialmente como un pasatiempo y que, aunque circulan, no han terminado de emprender el camino, y los que se encuentran en formación en los talleres de las universidades, es imposible tenerlos a todos en la cabeza y saber quiénes son y lo que están haciendo; de esta cifra, con suerte el 1% son mujeres, la cuenta de las mujeres narradoras en Colombia se hace fácil y de memoria, y es que el referente del oficio en el país es masculino, el quehacer es masculino y la forma de hacerlo también.

Contar desde la universidad

Que la universidad sea el espacio por excelencia para acercarse a la Cuentería juega un papel muy importante en el movimiento, puesto que dota a los cuenteros de unas características particulares. Las plazas universitarias se convierten en un lugar de encuentro entre el público y los artistas, y permite que los narradores que están en los talleres tengan un espacio de reconocimiento en sus universidades y  es de alguna manera más fácil para los hombres asumir la escena, imagino que tiene mucho que ver con que los referentes del cuentero que viven en el imaginario colectivo son masculinos porque desde el principio aquellos que se lanzaron a la escena fueron en su mayoría hombres y en una sociedad confesional, educada de una manera eminentemente judeocristiana, el estigma social recae con un poco más de fuerza sobre las cabezas femeninas. La idea de las mujeres mayores que hicieron carrera en la docencia o en las bibliotecas y que encontraron en los cuentos una herramienta pedagógica o de promoción de la lectura, cuyas palabras se respetan por edad, dignidad y gobierno, está totalmente desligada del oficio de narrar en Colombia, en donde es más común la imagen del cuentero como una especie de “Show Man” que llena plazas universitarias y teatros. Así las cosas la cuentería se aleja de los niños, de las bibliotecas y de los colegios y se acerca a las artes escénicas, la vida de bohemia, las salas de teatro y las plazas públicas.

Contar después de la universidad

En algún punto es necesario tomar las riendas de la propia vida y decidir si guardamos los cuentos en el armario, para recordarlos de vez en cuando, o si definitivamente se dedica uno de lleno a contar. No es extraño el caso de los narradores que abandonan la carrera que inicialmente estaban estudiando para formarse en artes escénicas o en literatura con el fin de tener herramientas para la narración o de los que simplemente abandonan la universidad para dedicarse a contar cuentos. No es un paso fácil de dar, y a medida que pasa el tiempo uno puede ver como esa cantidad de narradores de la universidad se va depurando y muchos van quedando atrás, este proceso es indistinto, ocurre para hombres y mujeres por igual, lo que pasa es que desde el principio las mujeres son menos en los espacios universitarios. Al final, los cuenteros que siguen en el camino asumen el riesgo, se forman, se reinventan y trabajan por el oficio.

La voz femenina

La voz de la Cuentería en el país es muy masculina, no puede ser de otra forma, con un piso social eminentemente machista, dedicarse al arte es mal visto, más siendo mujer, mucho más siendo cuentera. Cuando se llega a este espacio dominado por los hombres es muy difícil encontrar una voz propia, al principio uno se pega un poco de lo predominante, de lo que hacen los compañeros, de lo que uno ve y que es a lo que el público está acostumbrado,y entonces aparece la necesidad de formarse en artes escénicas, de hacer búsquedas personales para encontrar lugares donde narrar y que dejen espacio a lo femenino, a eso que es una mujer en escena, tan diferente de lo que hace un hombre, en particular, y el gremio en general. Al final, para dedicarse al oficio de contar cuentos hay que sacrificar muchas cosas.

No puedo decir que exista en el movimiento colombiano un machismo a rajatabla, es decir, no me parece que los coordinadores de festivales o de espacios de narración decidan, como si nada, no invitar mujeres, de igual manera los talleres universitarios están abiertos para todo el mundo sin ninguna diferenciación de género y los concursos y convocatorias tampoco tienen un sesgo en ese sentido, me parece más bien que en un movimiento tan variado, con tantas personas dedicadas al oficio de narrar, hacer un nombre propio es difícil, para todos, hombres y mujeres; siendo pocas las mujeres cuenteras, es obvio que seamos menos visibles.

La pregunta es entonces ¿Por qué las mujeres en Colombia parecemos menos interesadas en contar cuentos?

Estoy segura de que esto tiene que ver con el hecho de que la narración en Colombia tiene una voz masculina y unas formas de contar que se han ido acuñando desde lo masculino; es un problema de orden social, de actitud y de preconcepto, ya mencioné antes que desde la base se encuentran menos narradoras, y esto hace que en principio sea más difícil saltar a la escena. En un sistema patriarcal asumir el oficio es más complicado para una mujer y eso tiene que ver con el entorno y con la cultura. Pocas mujeres ven la cuentería como una profesión, al final no hay un interés por adquirir la responsabilidad de apostar la vida por contar cuentos y entonces se abandona fácilmente; en este fenómeno la autocensura juega un papel muy importante, para ser cuentera en Colombia se necesita tener una claridad respecto a las apuestas vitales y personales, y muchas mujeres empiezan a contar cuentos como un pasatiempo y luego abandonan en aras de un proyecto de vida más acorde con lo que se espera de ellas.

También hay un asunto de identificación con el público, las mujeres (al menos cuando empezamos a contar) somos menos taquilleras. Los temas que difunde la cuentería son muy masculinos y hace falta un empoderamiento de la voz femenina, existe una aceptación más clara respecto de lo que plantea un hombre en el escenario porque hace falta un posicionamiento desde la palabra de la mujer. Al ser tan pocas en comparación con los hombres, los referentes del uso del cuento y de la forma de ponerlo en escena desde la falda, se pierden entre la cantidad de voces masculinas y pasa que muchas veces las mujeres terminan asumiendo formas de contar desde los masculino haciendo cuentos sexistas, depresivos y bruscos en una lucha por mantener un lugar en la escena.

El movimiento se gestó alrededor de la palabra masculina, y 27 años después de la visita de Francisco Garzón Céspedes, hasta ahora estamos encontrando un lugar desde lo femenino para narrar. Al final lo que queda es que es necesario que la apuesta sea clara, que la decisión sea fuerte y que el trabajo de las mujeres hable por sí mismo. No es imposible, aunque pocas, las mujeres que han decidido tomarse en serio contar cuentos como una forma de vida han logrado grandes cosas, Carolina Rueda es la voz de la cuentería colombiana en el mundo, y siendo mujer es el referente de los narradores en el país, sin duda alguna su nombre la precede dondequiera que vaya y su trabajo es tan contundente que es imposible pensar en los cuenteros de Colombia sin mencionarla. Por otro lado existen narradoras de amplia trayectoria y reconocimiento como Amalia Lu Posso que tiene una apuesta particular y una puesta en escena de los cuentos tan personal que no se parece a nadie, producto de una búsqueda personal y de un compromiso claro con el oficio; Hanna Cuenca lleva años liderando la escena femenina en Bogotá llevando sus cuentos a toda Colombia y a otros países  desde una postura femenina clarísima y apostando por la narración no solo desde la escena sino también desde la gestión cultural abriendo espacios muy importantes para los narradores; en Cali Linda Gallo (que abandonó la escuela de derecho, para estudiar Artes Escénicas) desde la Fundación Palabrarte que codirige con Jaime Riascos, lleva más de 10 años llevando cuentos a la escena y trabajando por la narración de una manera impecable; en Barranquilla está Mayerlis Beltrán desde la Fundación Cultural Nave en conjunto con Fernando Cárdenas también lleva un proceso de gestión para la narración además de una que pasa por la producción de espectáculos de cuentería de una calidad impresionante hasta la teorización y formación para la narración oral; en  Medellín la escuela de narradores de Viva Palabra, manejada por Jota Villaza, tiene como base el trabajo con mujeres; en Cali se celebra el festival “Vivan los Hombres, Ellas cuentan”, que anualmente invita una planta de narradoras en el mes de marzo y en Bogotá el Colectivo Cuentos en Boca de Mujer, en cabeza de Leslie Arbelaéz, Verónica Sandoval, Ana María Dávila y Camila Bejarano lleva 6 años realizando la temporada anual de narración femenina, reuniendo narradoras profesionales y universitarias en una apuesta por la visibilización de las cuenteras en Colombia.

Sí hay un interés en Colombia por la voz de las mujeres en la cuentería, aparte de las iniciativas que he mencionado, hay programación exclusiva de mujeres en varios espacios, sobre todo en el mes de marzo y hay varias narradoras que sin hacer parte de ninguna asociación se dedican a contar cuentos y a generar espacios para seguir llenando de palabras de mujer las plazas y los teatros y todos los espacios en los que quieran escucharnos.

Ana María Dávila

Directora Colectivo Cuentos en Boca de Mujer