Los cuentos populares son uno de los más preciados patrimonios orales de la humanidad. Con los cuentos han crecido generaciones de hombres y mujeres que –a través de los cuentos y sus enseñanzas o contra los cuentos y sus enseñanzas– han madurado y modulado sus pensamientos y sus actos. Hace tiempo que son acusados de ser marcadamente sexistas, decididamente violentos, compulsivamente monárquicos, trágicamente obsoletos y cuantos adjetivos negativos y reaccionarios se le ocurran al lector de este artículo. Sin embargo, los cuentos tradicionales subsisten con gran éxito en todas las culturas y su influencia en las narraciones que escriben los autores contemporáneos es más que notable, como ya lo fue en gran número de obras del s. XIX hoy consideradas clásicas (léase Alícia en el País de las Maravillas, El mago de Oz, Pinocho y tantas otras); también una y otra vez son objeto de adaptaciones teatrales, musicales, cinematográficas, etc. Personalmente hace años que me dedico a estudiar los cuentos y leyendas de tradición oral desde la perspectiva de la literatura, y también hace años que narro cuentos a niños, jóvenes y adultos. He leído miles de cuentos, he estudiado sus características, cómo se clasifican, de dónde vienen, qué cambios han sufrido en su largo viaje de un confín al otro del planeta.

También me he emocionado o divertido leyéndolos, escuchándolos, preparándome para contarlos, viéndolos transformados en teatro, en película, en canción. Con este bagaje a mis espaldas estoy plenamente convencida que los cuentos no son esto o aquello, como no podemos decir que los bajitos sean simpáticos o los muy altos tímidos, o los gordos tiernos y los delgados ásperos. Simplemente, en la tradición oral existen todo tipo de narraciones: a favor de las mujeres, en su contra; a favor de la monarquía, en su contra; a favor de la violencia, en su contra; solidarios, insolidarios… 

El problema no son los cuentos, sino el desconocimiento que de ellos tenemos y que nos empuja a una visión miope y pobre. Los cuentos del mundo no son Grimm, ni Perrault, ni Andersen, sino ellos y muchos, muchos más, millones de cuentos injustamente olvidados, trágicamente silenciados. La mayoría de cuentos hablan de la utopía del pueblo, de sus sueños, de una proyección fantástica que sobrepasa la realidad. Nos hablan del mundo, no de cómo es, ni de cómo será, sino de cómo nos gustaría que fuera. Están llenos de mujeres decididas que ponen a prueba a los hombres, de pobres astutos que se ríen de las altas jerarquías, de animales débiles que se enfrentan con éxito a otros más fuertes, de amores que parecen imposibles y sin embargo triunfan, de inteligencia y astucia, de dolor y valor. Simplemente, nuestra sociedad ha limitado -¿intencionadamente?- los cuentos populares a una docena de relatos derivados de versiones clasistas y burguesas, a fotos fijas que un determinado autor versionó en un momento dado según los cánones de su época y sobre estas historias la sociedad de consumo ha ejercido una presión bestial de explotación económica. Los ha (y permitidme la expresión poco elegante) ordeñado hasta la última gota para finalmente convertirlos en una caricatura: Caperucitas, Cenicientas y Bellas Durmientes que se reiteran hasta el hartazgo en pantuflas, mochilas, pijamas, chocolatinas, lámparas, recortables, tartas… y hasta en la pasta de sopa.

La solución no está en substituir estas historias por otras nuevas (más acordes con los valores de moda), sino en ampliar nuestro repertorio con cuentos de tradición oral más diversos, buscar en ellos (y los encontraremos, si duda) las mujeres emprendedoras, los príncipes que trabajan más el ingenio que la fuerza, los reyes capaces de dictar leyes y sentencias justas, los animales solidarios. 

Todo, absolutamente todo, está en los cuentos desde hace siglos. Pero hay que ir a buscarlo, sin prisas, sin prejuicios, sin estereotipos, simplemente con el corazón y la mente abiertos y dispuestos a aprender, a gozar, a compartir.

Caterina Valriu

Universitat de les Illes Balears