Mi experiencia con el pueblo inuit ha sido escasa, pero de alguna manera regular. A lo largo de mi vida me he ido encontrando con retazos de su cultura de una manera casual.
Mi primer contacto con su lengua y su modo de vida lo tuve sobre 1990 en un curso monográfico que organizó la Universidad de Salamanca.
Allí aprendí que el término “esquimal”, palabra que significa “los que comen carne cruda” les resulta peyorativo, que ellos se autodenominan los “inuit”, es decir, “el pueblo”, “los seres humanos” y que así es como quieren ser nombrados.

Tim Bowley homenaxe 02

 

Aprendí también que su lengua, el inuktitut, es de tipo aglutinante, un idioma donde existen palabras larguísimas que funcionan como frases: a una raíz o lexema se unen multitud de afijos. Son estos los que van delimitando y precisando el significado del término (por cierto, no hace falta ir al Ártico para encontrar una lengua de configuración similar: el euskera es también un idioma aglutinante).
Del inuktitut memoricé dos o tres palabras, de las cortas, sin afijos: nanuq (oso) o amarok (lobo)... y supe que eran animistas: para este pueblo todos los animales poseen alma.
Descubrí también que los inuit no tienen tantas maneras de decir nieve o hielo como se cree. Al tratarse de una lengua aglutinante, el lexema se pierde entre tantos añadidos por lo que palabras con la misma raíz se muestran aparentemente muy diferentes a ojos del profano.
Vi un documental donde se construía un iglú.
Me costó creer que en su cultura fuese natural el intercambio de parejas.
Me sorprendió la sonrisa perenne, el gran sentido del humor de una gente que vive en medio de la soledad más blanca, expuesta al frío más extremo.
Quedé impresionada al escuchar sus cantos de garganta (si no los has oído, aquí tienes una muestra)

Pero sobre todo, me conquistó la manera en que tradicionalmente se encaraban los conflictos de la comunidad antes de la llegada de los blancos con sus leyes. Cuando surgía un problema entre dos inuit, este se resolvía a través de la improvisación de cuentos, poemas y canciones cargados de sarcasmo. La cosa funcionaba así: los implicados se batían en una contienda verbal. Ganaba el que mejor improvisase o perdía el que peor encajase las chanzas del contrario, evitando de este modo cualquier enfrentamiento físico. Se cuenta que, por aquel entonces, en su vocabulario no existía la palabra “guerra”...
Supongo que aprendí más cosas que poco a poco se me fueron olvidando.
Años después entró en mi vida la narración oral, pero en mi repertorio no había ni un solo cuento procedente del Ártico.

Hasta que un día, cuando apenas me acordaba de los inuit, descubrí una recopilación de cuentos hecha por Maurice Metayer en la editorial Espasa Calpe. El primer relato me impactó. Se llamaba El tambor mágico. Lo adopté de inmediato. Poco podía imaginar que este cuento se convertiría en el preámbulo de otro muy similar que narraría junto a Tim Bowley, cuento hoy conocido bajo el nombre de La mujer esqueleto (así denominaremos a esta versión para distinguirla de la de Metayer).

En este artículo me gustaría trazar una visión paralela de ambas versiones para ver de una manera sucinta sus analogías y sus diferencias y la carga cultural inuit que cada uno presenta. Si no conocéis el cuento o queréis recordarlo, podéis encontrarlos aquí: La mujer esqueleto está en el libro Semillas al viento de Tim Bowley o en el de Clarissa Pinkola, Mujeres que corren con lobos. El de El tambor mágico en el volumen Cuentos esquimales de Maurice Metayer dentro la colección Austral infantil. Este último, es muy difícil de encontrar. De hecho, es uno de esos libros que desapareció de mis estanterías a manos de una persona desalmada que me lo pidió prestado y nunca lo devolvió. Tristemente no he podido volver a conseguirlo. Lo tengo en la cabeza desde entonces e intentaré ser lo más fiel posible a él. Además existe una versión reciente en la editorial Malas compañías recreada por Ana Cristina Herreros.
Aquí va mi pequeño análisis comparativo entre las dos versiones.

En La mujer esqueleto contada por Tim Bowley (que sigue de cerca a la de Mujeres que corren con lobos) no hay una presencia de los inuit como pueblo, no se recoge nada que refleje su sociedad, sus tradiciones. El cuento se ambienta en un lugar inhóspito, frío, hay un hombre en una barca y un iglú, sí, pero nada parece concretarse. La naturaleza se muestra desnuda, apenas habitada. El cuento funciona más bien en un plano simbólico, el fondo se difumina con la intención de focalizar la atención del oyente, de dar absoluta relevancia a la relación que se va tejiendo entorno al pescador y a esa mujer terrible y profunda que arranca del mar.
En El tambor mágico, sin embargo, hay una presencia social y un elemento natural mucho más plural. El paisaje del Ártico se puebla de personajes frente al desnudo minimalismo de La mujer esqueleto. Ya desde el comienzo esto se hace evidente. Mientras en la primera versión aparece de manera fugaz la imagen del padre que de una manera brutal, sin que conozcamos los motivos, desencadena la desgracia arrojando a la mujer por un acantilado, en El tambor mágico, nos encontramos desde los inicios del cuento inmersos en la sociedad inuit con su problemática, concretamente en el interior de un iglú en donde una familia no consigue casar a su hija, que no se decide a escoger uno de entre los múltiples pretendientes que vienen a verla de todas las partes del Ártico. Como veremos, nada ni nadie la empuja, ella misma, con su elección, teje su propio camino. Tras muchas dudas y sin muchas ganas, elige a dos hermanos que aparentemente no tienen nada especial (¡se casa con dos, los inuit no dejan de asombrarme!) y según la costumbre, después de la boda se va con ellos en un trineo. Solo cuando está en medio de la tundra azotada por un temporal, lejos ya de la casa de sus padres, la muchacha se da cuenta de adonde la ha llevado su capricho. En medio de la nieve puede ver a sus maridos en su verdadera forma: ¡se ha casado con dos nanuq, dos osos blancos! Estos arrastran el trineo hasta un agujero en el mar helado y la arrojan a sus aguas frías. En este caso, no es el padre, sino la propia naturaleza salvaje en la piel de dos osos blancos la que la abandona a su suerte.
Tanto la mujer esqueleto como la muchacha que no se quería casar se hunden en el mar. La imagen es muy parecida en ambas versiones, los peces les comen la carne, sus cabellos se confunden con las algas hasta quedar desnudas por completo.
Pero de nuevo las historias divergen.
En la versión de Clarissa Pinkola y Tim Bowley la mujer esqueleto permanece tendida en las profundidades del mar hasta que un hombre la pesca. Se inicia entonces una extraña persecución que no cesa hasta que el hombre vence su miedo y acepta la naturaleza de la mujer, se compadece de ella y la recompone. Solo entonces la mujer esqueleto se muestra en todo su poder. Y moviéndose con la nebulosidad de los sueños, mientras el hombre duerme, ella se alimenta de su tristeza, de esa única lágrima que resbala por su mejilla (por la de él), y canta para curar sus soledades, porque ambos son en esencia eso, seres solitarios que se encuentran.
En El tambor mágico, sin embargo, la mujer no permanece inerte. Como ha ocurrido al principio es ella la que va trazando su propia historia. En el Ártico las profundidades son más oscuras que en otros mares porque su superficie está helada y no deja pasar los rayos del sol. Imposible emerger, imposible escapar, imposible ser salvada. La muchacha que no se quería casar se levanta sobre el lecho marino en medio de la negrura más absoluta y cree ver un pequeño punto de luz a lo lejos. Hacia él camina. Y mientras camina hacia la luz los animales marinos la van despojando de su carne hasta que de ella no queda más que un esqueleto.
El viaje en la versión del tambor es largo. Cuando por fin se hace la luz, la superficie del mar se ha deshelado y la muchacha esqueleto sale de las aguas. Pero la supervivencia es difícil en la nieve. Entonces, sucede algo infinitamente bello. Ella construye un iglú, se refugia en su interior y cansada del viaje no tarda en dormirse. Sueña con aceite de foca y una piel para abrigarse. Cuando se despierta, no puede evitar asombrarse: durante la noche, enfrente, alguien ha construido otro iglú ¡igual al de sus padres! La familia sigue velando por ella. Dentro no hay nadie, pero sí algo, todo lo que ha soñado: una vasija con aceite de foca y una piel. Es así como la mujer esqueleto consigue sobrevivir. Todo lo que sueña aparece en el iglú mágico, todo menos la carne que le falta.
Un día, en medio de la soledad llegan dos cazadores (de nuevo el número dos, dos osos, dos cazadores). Ella se alegra, ¡se siente tan sola!, pero su imagen los aterroriza y huyen. Cuando llegan al poblado, los cazadores anuncian que junto al mar vive un monstruoso esqueleto. Todos se refugian en sus iglús, temerosos, todos, menos un anciano que tomando una piel de caribú va a su encuentro. El anciano no tiene miedo porque, al igual que la muchacha esqueleto, conoce la vida en profundidad.
Ella lo espera a la entrada del iglú. En silencio lo invita a pasar. En silencio lo invita a cenar. Luego, con un gesto, le pide que con la piel le haga un tambor. Cuando el anciano termina, la muchacha esqueleto agarra el tambor, lo toca y comienza a cantar.
Aquí es donde las dos versiones convergen. Ambas, mujer y muchacha, cantan y realizan acciones distintas que a mí se me antojan similares: la muchacha que no se quería casar toca el tambor buscando un latido conjunto para ella y el anciano que la acompaña; la otra, la mujer esqueleto del cuento de Tim, mientras canta, intercambia los corazones que percuten en el interior de sus pechos, en el de el hombre pone el corazón de ella y en el pecho de ella el de él.
En ambos casos el canto y el ritmo como esencia del cambio. Y siguiendo esa cadencia de vida, la carne brota de nuevo sobre los esqueletos. De ese modo, la mujer y el hombre entrelazan sus soledades y se renuevan.

Desde hace tiempo mantengo las dos versiones en mi repertorio.
El tambor mágico me trae resonancias de esas oscuridades que como mujer he visitado y de las melodías vitales que me han devuelto a la luz. Al mismo tiempo, cuando lo cuento, imagino a la mujer esqueleto vibrando al son de esos cánticos de garganta que tanto me impresionan. Y me animo a seguir indagando en la cultura inuit de la que aún me queda tanto por descubrir.
De La mujer esqueleto tengo, sin embargo, algo muy íntimo, algo que, paradójicamente, mucha gente habéis compartido, el eco de la voz de Tim Bowley guiándome por el sendero del cuento, su don para crear poesía con la palabra, sus imágenes capaces de condensar todas las contradicciones: la belleza y el horror, la duda y la certeza, la soledad desgarrada y la compenetración más profunda, la sabiduría y la inocencia.

Cada cuento es un tesoro y para mí La mujer esqueleto es de los más grandes.

Charo Pita

 Este artículo pertenece al BOLETÍN Nº 55 de AEDA - INUIT. Las historias del gran norte.