La tradición de los cuentos orientales tiene muchos reflejos, más o menos velados, de las circunstancias históricas en las fueron engendrados. No tiene mucho sentido tratar de buscar en ella eso que algunos llaman la “realidad histórica”, pero también resulta empobrecedor ignorar por completo el trasfondo que hay detrás de tantas y tantas narraciones. Piénsese, por ejemplo, en la ausencia de bosques, castillos o brujas, y recuérdese, en cambio, el papel que juegan las ciudades, los palacios o los genios, para darse cuenta de hasta qué punto muchos cuentos de la tradición árabe reflejan un medio social muy distinto al que alumbró muchos de los cuentos populares que nos son tan familiares y que proceden del norte de Europa. Personajes como el viajero Simbad, el califa Harun al-Rashid, o ese Ali Babá que con sus cuarenta ladrones guarda sus tesoros en una cueva del desierto, nos transportan a un mundo muy distinto al que estamos familiarizados. 

Quizá uno de los ejemplos más bellos que conozco de este sutil entorno histórico al que me refiero procede del momento en que los califas abbasíes decidieron abandonar su capital en Bagdad para construir una nueva ciudad llamada Samarra en pleno del siglo IX. Un cuento posiblemente elaborado en esa época alude de una forma misteriosamente deliciosa al desconcierto que ello provocó entre todos, incluida la propia Muerte.

Se dice, en efecto, que un día uno de los visires se presentó ante el califa dando muestras de gran agitación y pidiéndole permiso para abandonar Bagdad. Cuando el califa le preguntó la razón, el visir le respondió que esa mañana paseando por el mercado había visto a la Muerte, quien le había mirado fijamente como si estuviera buscándole a él. El visir estaba seguro de que si marchaba a Samarra conseguría darle esquinazo, pues no se le ocurriría buscarle en la nueva ciudad. El califa dejó partir a su visir, pero preocupado por lo que éste le había dicho, decidió salir él mismo para comprobar lo que había ocurrido, disfrazándose como a veces tenía por costumbre. No tardó en encontrar él mismo a la Muerte, que deambulaba por la ciudad tocando a jóvenes y mayores, y esquivando a otros muchos. Cuando el califa se encontró con la Muerte frente a frente se dirigió a ella, preguntándole por qué había asustado tanto a su visir que era un hombre joven y honrado. La Muerte se disculpó como pudo ante el califa. No había sido su intención asustarle. Lo que había ocurrido es que al verle se había quedado muy sorprendida al encontrarle en pleno Bagdad. ¿Por qué? preguntó el califa. Oh –contestó la Muerte– Porque no esperaba verle aquí. Tengo una cita con él esta noche en Samarra.

Eduardo Manzano

Este artículo se publicó en el Boletín n.º 49 de AEDA – Una geografía de cuento: de castillos y palacios