¿Hay una edad para escuchar cuentos? Para muchísima gente la respuesta es que sí. Los cuentos son sólo para la chiquillería.

La mayoría de la gente joven y adulta en nuestra cultura al crecer ha sido exiliada del mundo de los cuentos y lo que es aún más triste, ignora que hay historias para cada edad del alma, con instrucciones  preciosas y precisas para el oficio de vivir.

Yo cuento para personas de todas las edades, con todo tipo de naufragios y de sueños a cuestas. Cuando me preguntan qué público prefiero siempre dudo. A priori me gustan todos. El peor de los públicos posibles es siempre el que no viene. Seguramente el público que prefiero es el que ha elegido acudir a esta cita a ciegas, que con suerte se convertirá en un encuentro amoroso y que ha venido a escuchar. Cuando se dan estas dos circunstancias, que han elegido venir y que han venido a escuchar, todo fluye de otra manera. En ese trance no suelo reparar en las edades de quien está escuchando. O apenas. Me doy cuenta lo justo para adecuar mi repertorio y mi estilo al momento. Pero hago lo mismo si comparamos dos públicos infantiles diferentes. O dos públicos adultos… Siempre escucho primero, a ver qué historia deseo compartir con ese auditorio en concreto.

El problema fundamental con los niños y las niñas y con la gente joven es que normalmente no han decidido venir a escuchar cuentos. Los traen. Se trata de públicos cautivos, en ámbitos escolares o en públicos “aparcados” en ámbitos extraescolares. En el caso de la infancia más temprana la relación que desarrollan con quien narra va a ser un reflejo del vínculo que disfrutan o padecen con sus adultos y adultas significativas (padre, madre, maestro, bibliotecaria…). La chiquillería es naturalmente curiosa y se interesa por todo con relativa facilidad y más por los cuentos que abren siempre una puerta a la fantasía, a la posibilidad de viajar a un lugar donde nunca se sabe qué puede llegar a pasar. Si se evita lo postizo y la ñoñería las criaturas entran en la lógica fantástica como pez en el agua. El conocimiento metafórico del mundo es lo suyo.

El público adolescente necesita también, y mucho, de los cuentos, porque los relatos presentan a menudo a héroes y heroínas en procesos iniciáticos y probablemente uno de los tránsitos más largos y complejos en nuestra cultura sea hacerse adulto. La gente joven es en principio uno de los públicos más temidos por la gente del gremio y quizás, por eso mismo, me interesa mucho. Siempre estoy cómoda entre quienes, como yo misma, no encuentran su lugar en el mundo. El público adolescente constituye siempre un desafío. Están habituados a que la gente adulta llegue y les suelte el rollo y cuando te ven lo primero que les viene al espíritu es según confiesan: “otra tía que viene a darnos la chapa”.  La gente joven es especialmente refractaria –¿y quién no?– con quienes van de colegas, con quienes van de salvadores, con quienes van de catequistas… Abomina de los y las que van de cualquier cosa. Está harta de la hipocresía y las mentiras adultas, exige autenticidad y respeto. Pero los cuentos les atrapan si quien narra es consciente de que contar es desordenar el mundo con palabras. Desordenar la realidad para transformarla. Porque ser joven es para mí, sobre todo eso, creer que es posible cambiar el mundo.

Hay narradores y cuenteras que opinan que los cuentos no tienen edad. Que cualquiera puede escuchar cualquier cosa. Yo he conocido gente de esta, así de excepcional, que es capaz de embelesar al mismo tiempo a gente grande y a gente menuda. La mayoría de estas personas cuentan, mayormente con música, cuentos de la tradición oral y fábulas. Y los cuentos tradicionales son como las cebollas: tienen muchas capas, y tocan a cada quien distinto. Una criatura de cinco años y yo no entenderemos lo mismo escuchando por ejemplo “La niña de la albahaca”, pero ¿quién me asegura que yo entiendo más o mejor la historia? ¿Quién puede comprender mejor una sinfonía de Vivaldi? ¿O alucinar más con un cuadro de Miró?

Ariel Bufano, un maestro titiritero decía que “no hay rosas para niños y rosas para adultos”. Yo comparto esta idea de que el arte no es para una edad determinada o para gente de un cierto nivel intelectual, o con una formación concreta… Ante la misma propuesta escénica un niño o una niña de tres años, por ejemplo, va a elaborar una experiencia estética y emocional distinta a la que yo voy a vivir como adulta. Pero el arte debería ser eso ¿no? Una sugerencia distinta cada vez que nos acercamos al misterio.

Sin embargo mi experiencia me dice que aunque los cuentos no tienen edad, sí hay una edad más adecuada para escuchar según y qué cuentos, aunque no se trate de una edad cronológica sino emocional. Y si contamos historias de una fuente escrita, no oral, entiendo que cuanto más atinemos con la población diana para escuchar ese relato, mejor. Es vital por parte de quien crea, de quien programa, de quien opta por llevar a una criatura a este espectáculo y no a otro, el hecho de tomar conciencia  de para quién va dirigido ese espectáculo. ¿A quién le vamos a contar? ¿Cuáles son sus miedos? ¿Sus anhelos?

¿Cuál es su capacidad de atención, de concentración?

Dice un proverbio africano que para educar a un niño hace falta una tribu entera. Es evidente que sin la complicidad de todos los agentes implicados será difícil que despertemos en el público infantil el amor y el interés por lo escénico. En la publicidad de las sesiones de cuentos rara vez aparece la edad recomendada y cuando aparece, quienes toman la decisión de llevar a las criaturas, no siempre lo hacen de forma responsable. Tener dentro de la misma contada, criaturas de dos años junto a las de catorce, es comprar entradas para la ceremonia de la insatisfacción. Si además la contada está masificada porque no se ha respetado el aforo recomendado, si además hay que contar en euskera con un auditorio mayormente emigrante o en castellano en un ámbito euskaldun… entonces apaga y vámonos. Contar se convierte en cualquier cosa menos contar.

Aunque hemos mejorado bastante el trato y la consideración con respecto a lo que puede y debe consumir “culturalmente hablando” la niñez, mal que nos pese hoy por hoy –¡todavía!– lo infantil sigue colonizado por un montón de clichés. La infancia sigue colonizada culturalmente por un adultocracia que ha olvidado mayormente que aprendemos el mundo por canales muy variados y de muy diferentes formas. Esta adultocracia se permite decidir por los niños y las niñas qué es lo que pueden entender en cada momento y prescribir la forma en la que han de entenderlo. Es como si las criaturas no fueran gente. Son siempre un proyecto de los seres adultos completos que llegarán a ser, una inversión, la esperanza del futuro… Y resulta que los niños y las niñas son. Son todo el rato. Sin permiso si hace falta. Son ahora. Ahora mismo. Y tienen opiniones.

Es fundamental ir más allá de lo que habitualmente se piensa que hay que hacer para niños y niñas. Atreverse a contarles lo que piden, no lo que una, a veces con la mejor de las intenciones, cree que necesitan.

Mi percepción subjetiva como artista es que en general, las propuestas infantiles y juveniles no gozan del mismo prestigio ni reconocimiento que las destinadas a un público adulto. Frases como “si total, es para niños…” o conceptos como el de rellenar tiempo “les cuentas un cuento y luego les haces un rato de globloflexia…” nos remiten a un “todo vale” cuando se trata de público infantil que contribuye a difundir y perpetuar la falacia  de que los espectáculos para niños y niñas son de calidad inferior. De hecho aunque la producción haya sido tan costosa o más que la de un espectáculo para gente adulta, los cachés infantiles tienen un techo claramente inferior y si lo sobrepasas es caro. En realidad es caro porque es para la chiquillería. Para gente que aún no es y en consecuencia se puede conformar con un espectáculo que no lo sea.

Todo esto contribuye, en ocasiones, a que contar para el público infantil no sea contar con él sino en su contra.

Desde aquí, mi invitación a que cuidemos nuestros repertorios, mimemos nuestras programaciones, eduquemos sin tregua a todas las personas involucradas para que cada contada, especialmente si está destinada a público infantil o juvenil, sea una expresión artística de calidad y un acto de amor, al servicio de la vida y a favor de las nuevas generaciones.

                                                                      Virginia Imaz Quijera

Este artículo se publicó en el Boletín n.º 43 – No todo vale a la hora de programar