Dedicado a Concha Breto y a cuantos maestros y maestras hacen de la narración oral una herramienta fundamental en el aprendizaje de sus alumnos y alumnas.

¿Hacer un artículo que recopile material bibliográfico sobre “Narración oral en el aula”?. Uff!! Tal vez sea un trabajo sesudo y difícil de leer. Os contaré mejor una vieja historia que espero os resulte menos rigurosa y más amena, aunque a la postre cumpla el objetivo previsto: mostrar un listado de publicaciones que sirvan como material de referencia para el trabajo de la narración oral en la escuela.

No estarán seguramente todas las que son, pero creo que sí son todas las que están. Por eso quiero pedir disculpas anticipadas ante las posibles omisiones, fruto de mi ignorancia. Cualquier reclamación en ese sentido servirá para cumplir el segundo objetivo propuesto: incorporar en el futuro a este listado las propuestas que surjan por parte de los potenciales lectores de este antiartículo, preartículo o como demonios pueda llamarse esto.

Por último, quiero dar gracias especiales a las personas que me han orientado o ayudado en la recopilación del material, en especial a Concha Breto y Carmen Carramiñana.

Pero basta de preámbulos y vamos a lo que nos ocupa.

Cuentan que hace mucho, mucho tiempo, allá por el año 2015 de nuestra era, una joven maestra llegó de manera un tanto precipitada a un pequeño pueblo perdido en la montaña dispuesta a ejercer su oficio en la escuela del lugar. Un fatal accidente había segado la vida de su antecesor y la llamada para cubrir el puesto vacante le había cogido por sorpresa. Aquel sería además su primer e inesperado destino, pero la joven llegaba a él con toda su ilusión y deseosa de poner cuanto antes en práctica todo lo aprendido en sus años de magisterio. No le importaba, además, encontrarse con una escuela fuera de lo común, donde los alumnos de distintas edades compartirían aula y maestra: ya sabía que aquello era bastante habitual en muchos pequeños pueblos que, como el de su destino, tenían una población muy reducida de jóvenes en edad escolar.

Un frío y lluvioso atardecer de invierno le recibió en aquel pequeño pueblo de calles desiertas y chimeneas en continua actividad. En la puerta de una de aquellas casas, ajena a la lluvia, le esperaba una anciana: era la dueña de la vivienda que ambas compartirían hasta el fin de curso escolar. La amable anciana le había preparado un sabroso y calentito caldo para cenar y le mostró también la que a partir de ese momento sería su habitación.

Durante la rápida cena la anciana se ocupó de ponerle al día: para los niños la pérdida de su antecesor había sido muy dolorosa, porque aquel maestro se había ganado el cariño y la amistad de todos los vecinos, niños y adultos, de aquel pequeño pueblo que ahora lloraba su ausencia.

Se acostó pronto. Al día siguiente, sin tiempo para organizarse, debía comenzar las clases: los niños llevaban varias semanas sin ellas y aquella situación no podía demorarse más. Durmió inquieta a pesar del silencio reinante en el lugar: ¿estaría a la altura de la responsabilidad que le había sido encomendada? ¿Le recibirían los niños con agrado? Esas y otras muchas preguntas se hizo durante aquella interminable noche.

Al levantarse se encontró con que Alicia, la anciana propietaria de la casa, le había preparado un copioso desayuno, lo que sin duda le animó a afrontar ese primer encuentro con sus alumnos. Pero, llegado el momento, éstos la recibieron con cierta frialdad y durante buena parte de esa primera mañana no mostraron demasiado interés por lo que decía. Y eso a pesar de hacer esfuerzos denodados por hacerse entender y porque sus explicaciones fueran lo más amenas posibles. Cuando apenas quedaban 20 minutos para terminar la jornada matinal, un niño, que hasta el momento parecía ser el más atento, le preguntó:

-¿Hoy hay cuento, señorita?

-¿Cuento?

-Sí, señorita. Juan siempre nos contaba un cuento a última hora de la mañana –dijo el mismo muchacho.

-Pues, lo siento, pero la verdad es que no tenía previsto contaros ninguno.

-Entonces –pareció insistir el mismo muchacho- ¿hoy no hay cuento?

-Pues, no. Quiero que antes de acabar la clase veamos los ríos de la Península.

-¿Por alguno de esos ríos pasó la hija del Diablo huyendo de su padre? –comentó otro muchacho.

-¿La hija del Diablo? –preguntó sorprendida la maestra.

-Sí –le contestó una niña. Vivían muy cerca del pueblo, en las ruinas del castillo que hay junto a la ermita.

-¿Ah, sí? ¿Y qué le pasó a esa hija del Diablo?

Poco a poco los niños fueron desgranando la vieja historia que Juan, su antecesor, les había contado en cierta ocasión. Así hasta que, casi sin darse cuenta, se hizo la hora de salir del colegio.

Al día siguiente, la historia volvió a repetirse de manera casi exacta. Llegada la última media hora de clase, un muchacho la interrumpió para decirle:

-¿Hoy tampoco hay cuento, señorita?

-Pues no. Vamos con cierto retraso y tengo que acabar de explicaros este tema. Es muy interesante: os ayudará a distinguir unos árboles de otros.

-Bueno, nosotros ya sabemos distinguir un roble de un pino o un abeto. Y también sabemos por qué a algunos árboles se les caen las hojas y a otros no. Juan nos lo explicó en una excursión que hicimos por el bosque y también nos explicó por qué el gran roble que hay junto a la ermita es así de grande.

-Ya. ¿Y, por qué?

-Es una historia de brujas y árboles presumidos –le dijo uno de los más pequeños. ¿Quiere que se la contemos?

Y los niños, sin darle tiempo a responder, contaron a la joven maestra la historia del gran roble del pueblo. Y contando contando, llegó de nuevo la hora de acabar la clase.

La joven estaba un tanto desconcertada, pero pensaba que tal vez fuera algo pasajero, una manera que tendrían los niños de purgar las penas por la ausencia del anterior maestro. Seguro que con el tiempo acabarían acostumbrándose a su modo de enseñar.

Sin embargo, llegado el tercer día, volvió a suceder lo mismo… aunque con un pequeño matiz:

-¿Hoy tampoco habrá cuento, verdad señorita?

-Pues no, creo que no.

-Pues entonces hemos pensado que ya que usted no nos va a contar ningún cuento, seremos nosotros quienes lo hagamos. Usted parece muy lista con las mates, a ver si es capaz de resolver este enigma: un padre dejó en herencia 17 cabras a sus hijos. A uno le tocó la mitad, al otro la tercera parte y al otro la novena….

Ese día los niños salieron un poco más tarde de lo habitual: la maestra, absorta con lo que le contaban y tratando de resolver el enigma, se olvidó de mirar el reloj y…

Aquella noche la joven pensó que tal vez no fuera tan malo reservar un rato de las clases para escuchar las historias que los niños le regalaban, al menos por el momento. No había nada malo en ello y además disfrutaba escuchándolas y ellos disfrutaban contándolas. Pero con el paso de los días comenzó a sentir cierta inquietud:

-¿Es posible que yo sea incapaz de contar una sola historia a mis alumnos? –le confesó una noche a la anciana de la casa.

-Bueno, jovencita, no te preocupes, a Juan le pasó algo parecido cuando llegó a este pueblo. Él tampoco es que conociera muchas historias. Tal vez sea necesario hablar con el gran roble de la ermita.

- ¿Con el gran roble de la ermita? El que según los niños fue salvado por las brujas.

- El mismo. Es muy, muy viejo, sus ramas han dado cobijo a multitud de historias y es, sin duda, el ser más sabio del lugar.

-Perdone, pero es que yo no sé si sería capaz de hablar con un roble.

-Si quieres puedo hacerlo en tu lugar. Estoy bastante acostumbrada. El roble y yo somos dos viejos testarudos que nos negamos a morir y raro es el día en que no disfrutamos de una charla reposada.

-De acuerdo –dijo la joven un tanto confundida y asintiendo a algo que sin duda era más propio de un juego de niños.

Al día siguiente, llegada la hora de la cena, la anciana no dudó en comunicar la decisión de su viejo amigo:

-El gran roble quiere proponerte un trato: está dispuesto a enseñarte las viejas historias que conoce a través de mí; pero, a cambio, yo tendré que contarle algunas de las que se esconden entre las páginas de tus libros. Aunque para ello tendrás que enseñarme a leer y escribir.

-Acepto –dijo la joven, sin saber muy bien a lo que se avenía.

Y así sucedió. Cada noche, ambas se reunían al calor de la chimenea de la casa y daban cumplida cuenta del ritual acordado: la vieja revelaba a nuestra joven maestra la historia que ese día el roble le había proporcionado para que luego ella, a su vez, la contase a sus alumnos. Por su parte, la joven comenzó a enseñar a la anciana el secreto del mágico mundo de las palabras escritas. Y en apenas dos meses la anciana comenzó a leer y escribir con cierta soltura.

Aquel fue, sin duda, un tiempo especial para nuestra joven protagonista: disfrutaba de las historias que la abuela le contaba; le gustaba repetirlas luego a sus jóvenes alumnos; y con frecuencia dejaba que ellos le narrasen las que ya conocían. Eran en general historias que ella nunca antes había escuchado, pero también otras contadas por ella misma y que a ellos les gustaba repetir dotándolas de una frescura especial.

Además, nuestra inquieta protagonista se preocupó de conseguir, en sus esporádicos viajes a la ciudad, pocos aunque valiosos libros que le fueron de gran ayuda para entender el difícil arte de contar cuentos y su importancia en la educación de los más pequeños.

Llegó por fin el mes de junio y, con él, el final de las clases y el despedirse de los alumnos, unos alumnos a los que tal vez nunca más volvería a ver: ni ella misma sabía lo que le depararía la vida el curso siguiente.

Llegó también la hora de despedirse de la anciana, pero antes de hacerlo le dejó dos pequeñas maletas.

-Como ves, ésta es PARA EL VIEJO ROBLE –dijo la maestra mientras le mostraba el texto que había escrito sobre la tapa. Aquí hay libros suficientes para que puedas entretenerle con tus lecturas durante mucho tiempo. Estoy segura de que le trasladarán a lejanas tierras y le permitirán conocer curiosos personajes….

En la tapa de la segunda maleta se podía leer: ABRIR EN CASO DE NECESIDAD.

-Ya sabes… por si alguien se encuentra en mi misma situación.

A ninguna de las dos le gustaban las despedidas, así que ambas se cruzaron unas miradas fugaces pero intensas, que permitieron a la joven contemplar, tal vez por última vez en su vida, 

toda la sabiduría que la anciana mostraba en sus ojos. Y justo en el momento en el que la muchacha se disponía a salir de la casa, la anciana le alcanzó un pequeño paquete.

-Es sólo un pequeño recuerdo. No lo abras ahora. Ya lo harás cuando llegues a la ciudad.

Después la muchacha se introdujo en su coche y arrancó precipitadamente para no prolongar más esa incómoda situación.

Al llegar a lo alto del puerto desde el que se divisaba el pequeño pueblo en el que habían transcurrido sus últimos meses de existencia paró el coche. No podía resistir la tentación de echar una última y fugaz mirada a aquel lugar. Observó el viejo roble que destacaba sobre la ermita y se detuvo a contemplar “la casa del Diablo”. No podía resistir tampoco la tentación de abrir el paquete entregado por la anciana. En él había un cuaderno en cuya portada ponía: PARA QUE NO ME OLVIDES. EL VIEJO ROBLE.

Varías lágrimas resbalaron por su mejilla a la par que varias hojas caían del viejo roble.

En aquella maleta -para ABRIR EN CASO DE NECESIDAD- la maestra­, además de algunos libros y textos, incluyó este listado de publicaciones con alguna anotación.

 

Mariano Lasheras

 

Este artículo forma parte del Boletín n.º 37 de AEDA: Narración oral en el aula